Pedro Carreño

La Ínsula

Pedro Carreño


6 de julio

06/07/2021

Me hubiera gustado escribir una columna mucho más alegre y sentida para un día como hoy. Dentro de un año, si el santo morenico lo permite, será un placer escribir y contar lo que es vivir de verdad, en Pamplona, un seis de julio. La de hoy -por si no quiere seguir leyendo-, está repleta de tópicos, recuerdos, tradiciones y añoranzas enjuagadas en un pañuelico rojo. El mismo que hace más de 30 años se colgó a mi cuello. El mismo que anuda almas, voces, gargantas y voluntades durante 8 días y convierte, a la Vieja Iruña, en la capital del mundo.
Soñemos esa columna. Dentro de 365 días, me gustará asomarme muy temprano al balcón de la casa de mi amigo Luis Berango, cerca de la Plaza del Castillo. Veré cómo las calles amanecen teñidas de rojo y blanco. Gentes de toda condición y lugar unidas por dos colores que se convierten en la identidad cromática de Pamplona. Respiraré el aire navarrico y me prepararé para vivir. Para disfrutar. Para cantar. Para reír. Para compartir. Para comer. Para beber. Para disfrutar como sólo lo hacen los pamploneses en San Fermín. Con amistad desbordante, sincera y contagiosa.
Miraré al lado de la cama y veré mi ropa blanca, como la cal. Al lado, sobre una silla, la faja y el pañuelico esperándome como la capa del Doctor Strange.  Con la liturgia aprendida me vestiré lentamente, disfrutando el momento de calzarme las zapatillas, de cerciorarme que la camisa esté bien planchada, de que la faja cuelgue correctamente y de que el pañuelico esté enrollado en la muñeca.
El primer almuerzo preparará el estómago para lo que le vendrá encima. Platos desbordantes de magras con tomate, huevos fritos y chistorra de Arbizu, regados generosamente con vino de la tierra (en el bolsillo, una buena dosis de Almax y omeprazol). Al fondo del local, se oirán las primeras voces de alguna cuadrilla adelantada, entonando jotas navarras. Vibrantes y enérgicas, entonadas por voces recias y bien empastadas al ritmo de guitarras, bandurrias y acordeones.
Mientras, de forma disimulada, todos miraremos el reloj esperando ese chupinazo que convierte por unos días a Pamplona, en Pamplona, la capital del mundo.
Se oirán los primeros gritos de ¡¡¡Viva San Fermín!!!, y la fiesta será navarromundial. En ese instante, los amigos se impondrán el pañuelico al cuello con emoción contenida. Unos a otros, porque ese nudo al cuello, sólo es comparable con el que se forma en la garganta en ese instante. A partir de ahí, cada uno buscará su momentico sanferminero, que el Santo Patrón da para todo y para todos.
Fin de sueño. Espero que el año que viene, San Fermín haya borrado con su capotillo todos los jodíos virus, y me conceda el honor de escribir esa ansiada columna desde Pamplona. Será un placer beber champú en el Yoldi, ir al apartao, ver bajar a las peñas, camuflarme en los tendidos de sol de La Misericordia, saludar y brindar con el juez Gato, destrozar rancheras, boleros, la chica yeyé y todo lo que se tercie. En el Savoy, en el baile de la alpargata, en el Eslava, en el Reta, en La Rusa y en tantos sitios. Que Pamplona es el mundo esos días.  
(Brindo esta columna a Matilde Irízar y a Antonio Berango. Ellos me acogieron en su casa, en Pamplona, un 6 de julio a finales de los años ochenta y me enseñaron que, ser un buen navarro y una buena vasca, es ser mejor español).