Miguel Ángel Sánchez

Querencias

Miguel Ángel Sánchez


Tabarca en noviembre

12/11/2021

Cae el sol hacia el oeste, y el mar se incendia por un instante bajo la capa de nubes. Me doy la vuelta y tiro por la calle del Motxo hasta la puerta de la Trancada. Bajo hasta la Cantera y espero a que los últimos rayos escapen entre las nubes. Sólo unos segundos. Y hago unas cuantas fotografías, un par de vídeos, con la cámara a pulso. Sol de atardecida de noviembre, espeso, casi como sangre en el horizonte derramándose sobre el oleaje del Mediterráneo, cruzando gaviotas argénteas. Hace tiempo que salió el último barco. Luego, ahora, la noche.
Bajo la iglesia, bajo los baluartes, hasta el interior de las bóvedas llega el sonido seco del oleaje, que golpea una y otra vez. ¿Cuántas veces lo habrán hecho en cerca de dos siglos y medio? ¿No se cansan nunca los muros de resistir? En los sillares de roca, a la luz irreverente del teléfono, brillan espejuelos de sal cristalizada, escamas de peces mitológicos y prehistóricos apresados en las cavidades de este mar espeso de tiempo y vacío ganado al mar de agua y sal, de atunes y corsarios.
Arriba, en la iglesia, en el mundo aéreo sobre las bóvedas y bajo las tejas, en una de las cerchas, un tirante de caoba. Quién sabe en qué navío de Indias llegó; o de qué naufragio se aprovechó. Quizá un día fue mástil y cruzó el Atlántico, o hizo el tornaviaje de Manila hasta Acapulco. Paso la mano con suavidad y con todo el respeto posible sobre la nobleza de la madera. En ella, como cicatrices invisibles, quedan bruma de bosques, vientos, tempestades y, por fin –por ahora–, un dormir de siglos sobre la iglesia de San Pedro y San Pablo. Tirantes de hierro para coser la estructura del muro con la tracción de la cercha. Cuando se levantó aún estaba muy reciente el recuerdo del terremoto de Lisboa.
Silencio. Sólo el viento de la tempestad que arrecia desde las Baleares. Al fondo la costa de la Península es una costra de luces y reflejos que trepan sobre las rocas, asaltadas sin compasión por el ladrillo y el hormigón. Fogonazos de faros como pinchazos en los ojos, cansados de todo el día. No quiero mirar. Busco la oscuridad. Sólo estrellas. El mar va y viene, y levanta por un instante las rocas negras y redondeadas. Luego las deja caer, con un cla-cla-clá, tres golpes, como si removiese las piezas de un dominó. Una y otra vez. Así, pienso, se va creando la arena, liberando, desintegrando, devolviendo libertad. El tiempo es lo contrario, los segundos se van soldando a los minutos, a las horas, a los días, a los años. A la vida. Pienso demasiado. Cla-cla-clá… Cla-cla-clá…
Luna creciente. De madrugada relámpagos, tormentas lejanas sobre Argelia y el mar de Alborán. Hacia el este se hace la oscuridad casi absoluta y Orión cae sobre la Torre de San José. Me quedo un rato observando las Cabrillas. Aún las distingo. Esta noche refulgen cuando el viento, a ratos, se lleva las nubes. Mañana me levantaré pronto e iré a ver amanecer junto al cementerio del cabo Falcó. Entonces la tempestad arreciará, y el Mediterráneo será un piélago de espuma y nubes espesas. Pero aún es de noche. Y llueve. Despacio, suave, como una canción de cuna.