Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


En las riberas del Tíber

29/06/2022

Cada vez que regreso a Roma, suelo dar largos paseos junto al Tíber. Los murallones construidos, tras convertirse en la capital de la Italia unificada, para evitar las frecuentes inundaciones que la afectaban, crearon, a ambos lados del río, amplios paseos, el Lungotevere, que, en las cálidas y suaves tardes del otoño, o en las tórridas y húmedas noches del verano, invitan a caminar, hacer deporte, sentarse a leer o simplemente a contemplar el fluir del agua. En estos días estivales, además, se llenan de terrazas, de tenderetes de todo tipo, de atracciones, generando, al caer la tarde, un ir y venir continuo de gente, tanto romanos como turistas, en alegre y vital algarabía.
Me gusta caminar, solitario, por esas riberas en las que la tradición sitúa la leyenda de Rómulo y Remo, sumido en mis pensamientos, contemplando a lo lejos la mole inmensa de la cúpula de San Pedro, o las bandas de estorninos que, con sus caprichosas danzas, cubren el cielo romano al atardecer. Con frecuencia me siento en el extremo de la isla Tiberina a leer o a escribir, a sentir el rumor de las aguas cuando se precipitan entre las piedras, borboteando en blanca espuma que evoca la barba del Pater Tiberinus, divinización de ese caudal sin el que la Urbe no hubiese existido.
Ese rumor de las aguas me llena, mientras escribo esta columna, de nostalgia y de tristeza, porque es un rumor del que los toledanos no podemos disfrutar en las riberas de nuestro moribundo Tajo. No hay mayor contraste que el de asomarse desde el Ponte Sisto o el de Sant´Angelo a hacerlo desde el puente de Alcántara o el de San Martín. Uno es un río vivo, que genera vida, alegría, fiesta, cultura, a su alrededor. El otro, un cauce exangüe, sin fuerza, teñido del marrón de las nobles heces de la Villa y Corte, cubierto con las espumas letales de toda la basura que nos arroja el Jarama, cuando la fuerza del río, que en las tierras del norte de Guadalajara es impetuosa y juvenil, ha sido desviada a tierras del levante para mantener una agricultura y un modelo turístico que roza lo insostenible en lo ecológico, y lo inmoral en lo ético.
No se trata de que anhelemos recrear imposibles escenarios de églogas garcilasianas, habitados por ninfas, con un río cristalino que permita contemplar sus áureas vetas. Es algo tan simple, pero tan necesario y urgente, como que Toledo recupere su río, y que este vuelva a abrazar la peñascosa pesadumbre con su espumante, por viva, caricia. Un río que, en evocación bíblica, bulla de seres vivientes y no de muerte.
Han pasado cincuenta años desde que se prohibiera el baño en el Tajo. Es responsabilidad de toda la ciudadanía que no tengan que pasar otros cincuenta para que el Tajo resucite.
Sueño, junto al Tíber, con un Tajo vivo.