Ángel Monterrubio

Tente Nublao

Ángel Monterrubio


Evaristo, ‘Pelijas’

29/03/2023

A Evaristo, Pelijas, lo sacó del río Telesforo, enfrente de los Molinos de Abajo, agarrándolo de los pelos, cuando ya se rendía a su suerte, cuando todo era de color verde ova, cuando oía las voces angustiadas de los amigos muy lejos y amortiguadas y un frío húmedo se le metía en los huesos. En la orilla vomitó agua, la tortilla de patata con mucha cebolla que le había preparado su madre, de nuevo agua, el vino con sifón, agua, más agua y unos calamares en su tinta de la víspera. A Evaristo, Pelijas, cada vez que le venía olor a río le daban arcadas y nunca se volvió a bañar en el Tajo ni en aguas que le subieran por encima de sus partes. Cuando veía a Telesforo le gritaba: «¡Telesforo. ¡Por los pelos...! ¡Por los pelos...!». También le obsequiaba con los puros de bodas, bautizos y comuniones a las que asistía y cada 8 de agosto -fecha del episodio- con una botella de coñac 103 y una cajita de perrunillas que compraba en Coloniales Carreras.
Los guardias municipales denunciaron a Evaristo, Pelijas, por llevar a cuatro pasajeros en una Moto Guzzi Cardellino por la calle del Matadero. ¡Qué se dice pronto! Uno encaramado en el manillar, otro en el depósito, otro detrás de él en el asiento y el último en el transportín. Enmarcó la multa con mucho esmero y la mantuvo colgada de por vida en la pared del comedor junto a una foto de su entrada en quintas. Con esa misma moto iba Juan Soto, el de la Puri, el día que lo llevó por delante el coche de línea de La Campillana en el cruce de El Membrillo. Una pierna y tres costillas rotas y magulladuras por todo el cuerpo. No se sabe si del sobresalto o del golpe en la cabeza, Juan Soto, el de la Puri, se quedó medio lelo, deambulaba sin rumbo de aquí para allá y algunas noches se encaramaba en la muralla de Carnicerías y maullaba como un gato horas y horas. Sobre todo, en verano, que están las ventanas abiertas, era una lata para los vecinos. Evaristo, Pelijas, con mucho cariño, consideración y paciencia, lo llamaba quedo: «Mis, miiiiis, misino bonito», hasta que Juan descendía. Le acariciaba la cabeza un rato y lo llevaba cogido por el brazo hasta su casa.

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