Bienvenido Maquedano

La espada de madera

Bienvenido Maquedano


La Mala

17/12/2019

Un pistolero con las fundas muy bajas, vestido de negro, alto, delgado, no especialmente guapo pero varonil. Un aristócrata de mente cultivada, versado en los tratados clásicos y con conocimientos de biomecánica suficientes para construir monstruos en su laboratorio. Un millonario sentado en un mullido butacón que acaricia con una mano blanda a su gato de angora. Bajo esos aspectos, o bajo otros mil más que cada uno recordará como su favorito del cine o de los libros, se nos presenta de forma tangible el mal. Los héroes de la ficción son previsibles, no tienen mácula, son un cúmulo de las virtudes que se enseñaban en los catecismos, modelos morales clásicos como el Discóbolo de Mirón o la Venus de Milo lo son corporales. Pero el bueno por sí solo es una figura plana. Lo que le transforma en tridimensional es tener enfrente a un malo de talla soberbia. Clint Eastwood podría ser el Bueno, pero los auténticos protagonistas son el Feo y el Malo, y ese duelo en una era transformada a todo correr en un cementerio es inolvidable gracias a la lucha de opuestos.
En Bogotá éramos los buenos. El pueblo del Oeste estaba congregado en el saloon de convenciones. Se jugaba una partida trascendental con todas las apuestas de los ceramistas de Puebla, Tlaxcala, Talavera de la Reina y El Puente del Arzobispo sobre la mesa. Que sí, que al igual que en las películas se sabe que el bueno va a ganar, nosotros no podíamos perder. Pero nunca se está seguro, hay veces que el bueno queda tendido en la calle y convierte el polvo en barro ensangrentado mientras los títulos de crédito le taladran el cuerpo. Jugamos nuestras cartas, teníamos la mejor mano de la mesa, y un jugador nos acusó de tahúres. Y comenzó el duelo. Nuestro paladín, no tuvimos otra elección, era el embajador de España ante la Unesco, hombre de sangre caliente, emociones borboteantes y discurso alto y bronco, mejorable como héroe, pero los hemos conocido peores.
Enfrente salió la mala, ¡y qué mala, pardiez! Austríaca, alta, delgada, vestida de oscuro con chaqueta de ejecutiva; los modales exquisitos, la sangre congelada, el tono de voz átono e hipnótico, la belleza justa pero innegable, y una preparación intelectual que irradiaba de su magnífico inglés de colegio de pago y de un estudio profundo de las leyes. Ese soberbio personaje hizo brillar la inscripción de nuestras técnicas cerámicas, y el enfrentamiento del ying y el yang nos tuvo pegados a la pantalla del ordenador. Gracias a esta malísima de película el mundo entero fue consciente de lo difícil que es conseguir el éxito, y tocamos el cielo con la sensación de haber derrotado al villano de forma épica.