Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


El último empujón

21/12/2020

Todos, o casi todos, saben lo que le ocurrió a Moisés después de vagar cuarenta años, con el pueblo israelí, por el desierto del Sinaí. ¡Qué tristeza quedarse a la vista de la Tierra Prometida y no poder entrar! Nuestra tierra prometida es la ansiada vacuna contra el Covid-19, ese mismo que ha cambiado durante más de nueve meses nuestra forma de vivir; que ha sacado a relucir nuestros más profundos miedos; que ha mermado familias; que ha arruinado negocios; que ha trastocado nuestros planes de futuro; que ha interrumpido nuestras costumbres; que nos ha separado de nuestros hijos y nietos.
Cincuenta mil personas han pagado el embate de este virus traidor muriendo a menudo como perros infectos, sin nadie a quien acudir; ancianos y ancianas que pensaban pasar sus últimos días en confortables residencias bien atendidos y frecuentados los domingos y días festivos por sus familiares. Ha sido un auténtico torpedazo en la línea de flotación de nuestro modelo de civilización, tan segura de sí misma, tan orgullosa de sus logros y, a menudo, tan engreída y soberbia.
De error en error, los gobiernos de todo el planeta han ido capeando el temporal con lo que tenían a mano. Los 18 millones de infectados de Estados Unidos y sus 315.000 muertos, o los 10 millones de infectados de Brasil, con sus 180.000 fallecidos hasta el momento, muestran hasta qué punto gobernantes sin escrúpulos como Trump (que por suerte para la Humanidad ha caído) y Bolsonaro (que caerá) resultan dañinos como serpientes de cascabel para sus propios pueblos.
La pandemia, allá por mayo, parecía a punto de ser controlada, pero la segunda ola ha resultado aún más devastadora, arrastrando incluso a países que, como Alemania, Portugal o Italia, parecían haber hecho las cosas bien. Lo ocurrido en España no tiene parangón. Por culpa de unos políticos torpes en grado superlativo que, en vez de tornarse como una piña ante el peligro, utilizaron la pandemia para seguir sus rencillas, los muertos se fueron acumulando de forma brutal durante aquellos fatídicos meses de marzo, abril, mayo y junio, diezmando las residencia de la tercera edad, y haciendo de la profesión sanitaria una carrera heroica en la que, por falta de medios, trabajar conllevó un altísimo nivel de riesgo.
Por no saber, nuestros responsables administrativos ni tan siquiera supieron llevar la cuenta de los fallecidos por el coronavirus. Hoy, a falta de siete días para la llegada a España de una de las vacunas, y con la moral de nuestros ciudadanos bastante tocada, nos aprestamos a vivir una Navidad triste como pudieron ser las de 1936-1938. Las advertencias de una tercera y más funesta ola, que podría coincidir con la cuesta de enero, y que se podría llevar por delante otras diez o quince mil personas, no cesan. Uno tras otros los virólogos hablan de la conveniencia de hacer ese último esfuerzo, en especial a los que, incapaces de sacrificarse por nadie, se empeñan en hacer de correa de transmisión del virus dañino, mandando a la tumba, con una inconsciencia inaudita, a las personas vulnerables que, por encima de todo, hay que cuidar; personas que, de lograr superar estos terribles meses de invierno y llegar vivos a la primavera, ya vacunados, se podrían considerar definitivamente a salvo del Covid. Cualquier persona con conciencia y sentido común necesariamente me dará la razón, pero andamos ya bastante escaldados con ese escandaloso número de inconscientes, incapaces del menor sacrificio en pro de aquellos para quienes esta Navidad podría ser la última.
Creo, sinceramente que, desde esta humilde columna, en vez de desear a mis lectores ‘Feliz Navidad’, convendría decirles: «Amigos, hagamos un esfuerzo, un penúltimo esfuerzo por los que nos rodean en estos días de fraternidad y de paz», una paz que nada tenga que ver con la de los cementerios. Que cada cual ponga su granito de arena y, entre todos, venceremos, sin que tengan que venir de fuera a sacarnos las castañas del fuego. Veremos.