María Ángeles Santos

Macondo

María Ángeles Santos


Ecoansiedad

07/11/2019

Siempre me ha fascinado el síndrome de Stendhal. Ya sabéis, ese que produce palpitaciones, un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión, temblor e incluso alucinaciones por la mera exposición del individuo a la belleza. A algo bello en particular o a la acumulación de belleza en un mismo espacio.  De hecho, se diagnosticó el Florencia, donde hay tanto arte por metro cuadrado que  no debe ser difícil ‘contagiarse’ de la enfermedad.  
No es que esté pidiendo que me dé un infarto delante de un cuadro, por perfecto que sea. Es que revela una parte muy importante de la condición humana, la posibilidad de emocionarse hasta el infinito y más allá, y que esa emoción salga por todos los poros del cuerpo. Lo del posterior tratamiento, ya es cosa de psiquiatras y demás entendidos.
Viene a cuento esta introducción porque me he topado con un artículo de la Asociación Estadounidense de Psicología, siempre tan adelantados los americanos, que define una nueva enfermedad psicosomática, un mal de nuestro tiempo: la ‘Ecoansiedad’.  Así han llamado al «estrés causado por observar los impactos aparentemente irrevocables del cambio climático, y a la preocupación por el futuro de uno mismo, de los niños y las generaciones futuras».
Afirman que  cada vez más personas entran en pánico, agobiadas por la magnitud del desafío y al mismo tiempo, por sentirse impotentes ante lo que llega. Porque,  más allá de su incidencia clínica como enfermedad psicosomática, no hablamos de una realidad inventada por una mente enferma. Hablamos de una realidad, sin más.
No se trata de un temor  irracional sobre la destrucción ambiental. Es para estresarse leer un día sí y otro también, que están desapareciendo aves, peces y plantas a velocidad de vértigo, que bajan los hielos y suben los mares, que mueren los bosques y nacen desiertos y que el plástico está ahogando la vida en el planeta.
Ya hemos definido el término. Y seguro que habrá lexatines, prozac y similares para que los afectados por el síndrome puedan hacer una vida relativamente normal. Pero se me ocurre que tal vez deberíamos dejar que haya una epidemia de ecoansiedad. A gran escala. Y que el tratamiento no pase por pastillas, sino por activismo. Que cada cual se cure reciclando, reduciendo el impacto de su paso por la vida, contaminando menos, limpiando más. Cuidando los ríos y los mares. Dejando el coche en casa…
Puede parecer menos efectivo que abrir el frasco y tomar una píldora de cualquier ansiolítico, que por cierto, también vuelve a las maltratadas aguas del planeta. Pero al menos nos hará sentir mejor. No tiene remedio lo que ya está destruido, pero tenemos herramientas para impedir males mayores.
Ojalá nos invada la ecoansiedad. Una pandemia de grandes dimensiones que incida especialmente en los países ricos y poderosos. Y que permita salvar el planeta.