Javier López

NUEVO SURCO

Javier López


El bar es la patria

04/11/2020

En esta España perimetrada de costa a costa el horizonte se ve cada día más incierto y los más negros augurios se apoderan de nosotros, sin una solución rápida a un problema que no parece que pueda ser otra que la aniquilación de un virus que no tiene intención de irse por propia voluntad,  pero para eso hace falta una vacuna eficaz y con garantías, disponible para implantarla de forma masiva, primero entre la población de riesgo, los mayores, las personas con enfermedades crónicas. Mientras tanto, el desazón se instala en el cuerpo social  que vislumbra ya un invierno duro, incluso un nuevo confinamiento con el que intentar salvar unas navidades que de seguir así pueden ser la puntilla del comercio y la hostelería, auténtico pulmón de España  desde que el mundo es mundo, es decir, desde que nuestro país accedió a unos niveles de desarrollo similares al del resto de nuestro entorno europeo.
Pero España sigue siendo diferente en algunos aspectos. Aquí la chavalería entregada al radicalismo en versión derechona o izquierdona monta barricadas en las arterias principales de la ciudad para reivindicar “el derecho al pueblo a ir al bar”. Sería realmente épico y maravilloso si la excusa para la algarada no fuera una piedra más en la cargadísima mochila de los propietarios de un bar en España. Nada favorece la vida social mínima que nos podemos permitir, y por tanto la visita al bar aunque sea  con barra precintada, el fuego y la barricada nocturna montada en la calle principal del lugar. Los bares corren peligro de extinción. Muchos han cerrado ya, alrededor de ochenta y cinco mil pueden correr esa suerte a lo largo del año, más de doscientos mil empleos que dependían de nuestra caña o nuestra celebración ya se han destruido o están pendientes de la resolución final de un  ERTE. El bar es el perímetro más real de la patria, y el estado en el que se encuentran hoy marca de forma cabal el pulso del país.
Poner un bar, que a miles de  españoles les salvó de la quiebra total en la crisis pasada, la del inicio de la década, se ha convertido ahora en un quebradero de cabeza para el que lo tiene. Clientes escasos y temerosos, medidas profilácticas necesariamente limitantes, y ahora ejércitos de la chavalería radical incendiando calles y convirtiendo la poca vida social que nos podemos permitir en una posibilidad cada día más inhóspita  que empuja a hacer las celebraciones mínimas en el interior de las casas. Los bares están heridos de muerte y ante el mayor desafío que han enfrentado en su historia.
Cuando todo esto pase, -si alguna vez ocurre-, y volvamos a salir con normalidad a nuestras calles nos daremos cuenta de los estragos causados por el virus. Nuestro país, que es el lugar de la alegría europea, será un poco más triste y habrá perdido unos cuantos kilos de identidad de la buena, no de la que sirve para excluir y fruncir el ceño contra ‘los otros’, sino la que nos identifica como pueblo  peculiar, esencialmente vitalista y callejero. Nos costará recuperar nuestro tono y los bares de barrio y de plaza de pueblo, los más personales y auténticos, habrán perdido mucho de su terreno. En su lugar habrá alguna franquicia, otra más, un establecimiento que será exactamente igual al que podamos ver en París, Nueva York o Pekín, pero el bar, ese pequeño lugar donde se vocifera o se escribe un poema en una servilleta de papel, ese pequeño parlamento cotidiano en  el que se perimetran los problemas de la patria habrá desaparecido. Otros, y ojalá que sean muchos, resistirán, se adaptarán, mejorando aspectos y atenciones al público, pero lo harán con la sensación creciente de que hubo un antes y un después en aquel maldito 2020 que puso nuestra casa patas arriba en un abrir y cerrar de ojos, en un visto y no visto que de repente cambio hábitos, redujo alegrías, y nos puso a la defensiva.
Los chicos que salen ahora a la calle montando barricadas reclamando el derecho, tan español, de ir al bar quizá sobrevivan pensando que el mundo de sus padres fue mejor que el suyo porque cada fin de semana tenían en su bolsillo un puñado de euros para cañas o para celebrar la vida en un buen restaurante sin demasiadas precauciones, a pulmón lleno y mandíbula batiente. Celebrar y  seguir adelante.  Pero quizá sea esta  juventud incipiente la  que al final sepa dibujar un tono diferente en el horizonte tan pesimista que se vislumbra hoy, ese  que hoy contemplamos agarrados a los fondos europeos a falta de una buena barra de bar en la que aposentar el lomo. En España el bar es la patria.