Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


La cerveza de Fernando VII

04/11/2020

En la larga lista de monarcas que han regido España desde sus más remotos antecedentes en la época visigoda, quizá ninguno ha pasado a la posteridad con un recuerdo tan mayoritariamente negativo como Fernando VII. Amado hasta el delirio por los españoles, que lucharon por él contra Napoleón en una guerra terrible que destrozó el país por décadas, se convirtió, con sus actuaciones posteriores, en el rey felón, mendaz y cobarde que, ingrato a tanto sacrificio, sólo pensó en sí mismo, rechazando cualquier posibilidad de ceder, ni tan sólo un ápice, el poder del que se consideraba único depositario. Un nefasto personaje sobre el que han corrido ríos de tinta, muy pocas veces para elogiarle. Sin embargo, y más allá de algunas decisiones que, durante la segunda parte de su reinado, la llamada ‘década ominosa’, supusieron avances y tímidas reformas, hay que reconocerle una capacidad de supervivencia, de resistencia, que le llevaron a recuperar el trono en dos ocasiones. La primera, cuando parecía que su destino era la de un dorado exilio francés, recuperó la corona de manos del propio Napoleón, quien se vio en la humillación de devolvérsela, sobreviviendo políticamente al desterrado emperador. La segunda, cuando, tras el paréntesis constitucional del Trienio Liberal,  logró volver a la plenitud del poder absoluto con la ayuda de la Santa Alianza.
Esa capacidad de resistencia para mantenerse en el poder, a base de engaños, mentiras y disimulos, no le impidió ver la tremenda división que escindía España en dos bandos irreconciliables, dispuestos a todo para imponerse al otro. La energía del rey logró, en sus últimos años, contener a ambos, pero Fernando, al igual que su bisabuelo Luis XV, quien, intuyendo los cambios que se cernían sobre Francia, afirmaba que ‘après moi, le déluge’, era consciente del vendaval que se aproximaba. Y si el monarca francés se conformaba con que el diluvio se desatara tras su fallecimiento, el soberano español sabía que su persona era lo único que impedía la catástrofe. Parece que lo expresó, castizamente, si es cierta la frase que se le atribuye, con un ejemplo muy gráfico:
«España es una botella de cerveza y yo el tapón. El día en que yo muera, veréis cómo se desparrama el contenido».
Sea cierta o no, tras su muerte se inició, precisamente en Talavera, la primera guerra carlista, a la que seguirían, a lo largo de todo el siglo XIX, numerosos conflictos bélicos, enfrentamientos, revoluciones, cambio de sistemas políticos, exilio de reyes y presidentes, y hasta un monarca italiano importado. Una de las etapas más convulsas de nuestra historia, en la que se ahondó esa profunda escisión, que denominamos, con mayor o menor acierto, ‘las dos Españas’, origen del drama que desembocaría en aquel terrible acto final que fue la guerra civil, solo sanado, aparentemente, en la Transición.
La historia nunca se repite. Aunque, en ocasiones, lo parezca. Incluso en los personajes.