José María San Román Cutanda

A Vuelapluma

José María San Román Cutanda


¿Indultar o insultar?

31/05/2021

Hace algunos días, un querido amigo y compañero me hizo llegar el informe de la Sala Segunda del Tribunal Supremo en relación a la solicitud de indulto de los llamados ‘presos del procés’. A lo largo de sus veintiuna páginas de extensión, el informe ha demostrado la evidencia de lo imposible de su concesión, y lo ha hecho de forma impecable, usando siempre argumentos de corte estrictamente jurídico y, sobre todo, aplicando la lógica y el prudente arbitrio y sentido común que deben inspirar toda actuación emanada de un órgano jurisdiccional. De este informe, merecen la pena especialmente para mí tres conclusiones.
La primera de ellas es que no se puede pedir el indulto con la finalidad de combatir algo que se considera por la parte condenada como injusto o que, directamente, no admite la competencia territorial del juzgador. De ser así, y admitirse ese recurso, estaríamos convirtiendo el instituto jurídico ‘indulto’ en una figura hecha a modo de recurso para hacer valer una nueva segunda instancia, lo cual es absolutamente inconcebible en un sistema procesal donde ya existe per se ese derecho al justiciado y en un contexto europeo en el que la propia Unión evita en todo lo posible hacer de sus mecanismos jurisdiccionales una vía para dar cobertura a pataletas innecesarias. La segunda, muy en pro de la separación de poderes, es que no se puede utilizar la vía jurisdiccional como forma de quejarse al Gobierno por la respuesta judicial recibida en Juzgados y Tribunales por los condenados, ni tampoco puede convertirse el Tribunal Supremo en una oficina de atención al condenado donde se puedan presentar escritos dirigidos al Ejecutivo nacional. En los mismos términos, tampoco el informe preceptivo de la Sala con respecto a la petición de indulto puede torcer el criterio aplicado por ésta en la sentencia condenatoria, pues de lo contrario se desnaturalizaría el sentido de los argumentos aportados por los Magistrados juzgadores. Y la tercera, que el indulto, aun a pesar de lo difuso de su normativa, debe responder a los fines de las penas y a la reinserción. Así las cosas, el criterio de excepcionalidad que debe primar a la hora de conceder un indulto debe estar inspirado en razones de justicia, equidad o utilidad pública, por lo que resulta desmedido conceder un indulto a personas que no solo no se arrepienten de sus delitos, sino que además han manifestado públicamente que no ven en su actuación sino tipos penales desfasados y que volverán a incurrir en ellos más tarde o más temprano.
Si, como consagra nuestra Constitución, la Justicia es uno de los rudimentos más sólidos de nuestro sistema y el valor superior sobre el que fundamenta nuestro Ordenamiento jurídico con directa vinculación a Jueces y Tribunales en el ejercicio de sus potestades y competencias, la traducción más compatible que se puede aplicar a este planteamiento es el principio de separación de poderes, entendido como sistema de frenos y contrapesos ante los abusos de uno u otro poder. Por lo tanto, la posesión a un tiempo del poder y del órgano debe estar necesariamente caracterizada por la nota de independencia más plena. De otra manera, lo que se consigue es lo que parece estar queriendo lograr el actual Ejecutivo, que no es otra cosa que la desestabilización de los elementos más sustantivos con que cuenta nuestra democracia. Y ello, por querer buscar el indulto a toda costa para quienes han cometido delitos más que perjudiciales para cualquier sistema constitucional que se precie. Si, a pesar del informe del Tribunal Supremo y de los graves hechos en que han incurrido los condenados, el Gobierno les concede la gracia de indultarlos, habrá convertido en legítimas a efectos políticos vías antidemocráticas para conseguir lo inconseguible, así como habrá despenalizado tácitamente los delitos de rebelión y sedición, que no pueden ser cometidos, salvo excepciones, sino en contextos políticos, como es el caso. Además, habrá interferido directamente en la actividad judicial, menospreciando hasta límites inadmisibles la labor de Magistrados independientes cuya trayectoria profesional es objetivamente indiscutible y habrá insultado de forma flagrante a tantos españoles anónimos que estamos bajo el paraguas de la Ley como ciudadanos y, algunos, como trabajadores del Derecho.
Aparte de todo esto, me han llegado muchas preguntas al respecto sobre algo con lo que se ha polemizado mucho, y es la posición del Rey ante este asunto, pidiéndole algunos sectores que se niegue a firmar el decreto de indulto para el caso de que se conceda. En este aspecto, el artículo 62 de la Constitución recoge los actos que son competencia suya, y que tienen como sustrato dos principios jurídicos de gran interés, heredados del Derecho inglés: ‘el Rey no puede equivocarse’ porque ‘el Rey no actúa solo’. Dicho de otro modo, a excepción de sus actos más estrictamente personales y de la administración de su Casa y designación y remoción del personal que la compone, lo cierto es que todos los actos que recoge el antedicho precepto son lo que denominan ‘actos debidos’, que el Rey debe hacer por su posición constitucional y para los que cuenta con el refrendo del poder Ejecutivo, que es quien asume la responsabilidad del acto rubricado por el Monarca. Entre ellos, la concesión de la gracia de indulto, cuyo verdadero concedente es el Consejo de Ministros aunque el instrumento legislativo por el que se haga tenga que pasar por la firma real. Por lo tanto, el papel del Rey en ese acto no es decisorio, ni en positivo ni en negativo.
Eso sí. No pensemos que hemos inventado nada nuevo. Ya el sabio Cicerón describió una situación no idéntica, pero sí parecida: «Pues, ¿qué hay más vil que, quien ha atentado con las armas contra la soberanía del pueblo romano, después de ser condenado en un juicio vuelva a encabezar el mismo alzamiento por el que fue condenado según las leyes?».