Antonio Pérez Henares

PAISAJES Y PAISAJANES

Antonio Pérez Henares


Hernández, Maeztu, Buero y los gorriones

02/11/2019

Esta semana última de octubre se cumplen los aniversarios de dos intelectuales españoles, muertos ambos en dramáticas circunstancias, víctimas ambos de la guerra de la guerra civil. El 30 de octubre, los 109 años del nacimiento del inmenso poeta Miguel Hernández, republicano y comunista, que muy joven, a los 31 años, iría a morir en las cárceles franquistas, en la de Alicante para más precisión, en marzo de 1942. Dos días antes, el 28 de este mismo mes, se cumplieron también los 83 años del fallecimiento del escritor de la generación del 98, tradicionalista y católico, Ramiro de Maeztu, asesinado en las tapias del cementerio de Aravaca, después de ser sacado de la cárcel madrileña donde había sido conducido el 31 de julio, y so pretexto de un traslado, darle el «paseo» sin juicio alguno.
Reconozco que apenas nada he leído de Maeztu y sí mucho a Hernández, hasta lo recité una noche de música y poesía en 1972 en el Mercado de Guadalajara, y me costó mi primera detención. Pero hoy sí quiero recordarlos a los dos y proclamar ante sus nombres y la memoria de su muerte atroz que jamás estaré en una de las dos Españas, me da igual cual, que hiela a la otra el corazón. Que no tengo en ello equidistancia sino que ambas me producen, y ahora que parecen estar resucitando aún más, una absoluta repulsión, una verdadera arcada cerebral. Y llamo, con voz humilde, a no dejarse arrastrar por ninguna de las dos.
El mejor retrato que de Hernández nos ha quedado lo dibujó, apoyado en sus rodillas, en un cuaderno que su hermana le había traído aquel mismo día, otro prisionero al que la muerte rondó, que iba para pintor y a quien la tiniebla de la cárcel y la tragedia, convirtió en el dramaturgo más importante de España del siglo anterior. El alcarreño Antonio Buero Vallejo que siempre me enseñó, que aquello nunca jamás y que la única apuesta ética y digna era la de la reconciliación.
Buero y Hernández se encontraron en la cárcel madrileña de la plaza de Conde de Toreno, donde Antonio estaba preso y llegó después Miguel. «Como nos conocíamos de la guerra, nos comenzamos a tratar y la verdad es que nació una intensa amistad. Hablábamos todos los días y se sorprenderá usted, pero hablábamos de poesía, de arte, de política y de las mil cosas de la vida. Miguel Hernández era un ser irrepetible y lleno de bondad», me contó el dramaturgo y yo reflejé en su biografía Una digna lealtad.
Al poeta lo trasladaron y después a Buero también, pero aún se verían en otra prisión, la de Yeserías, también en Madrid, donde todavía pudieron darse un abrazo, el último, pues a poco Hernández murió destruido por la penuria y la enfermedad en la de Alicante.
Buero Vallejo consiguió, tras serle conmutada la pena de muerte, la libertad y a poco de salir obtuvo el premio nacional de teatro, el Lope de Vega, con Historia de una escalera (1949) donde su otra obra En la ardiente oscuridad consiguió el segundo puesto del certamen. Siempre me he preguntado si hoy en parejas circunstancias, y por ejemplo al revés, ¿al abrir la plica como sucedió aquella vez, se haría efectivo y publico el premio y representada la obra? Tengo mis dudas.
Pero por no cerrar con amargura traeré aquí, para conmemorarlos a todos como se merecen, las hermosas palabras, éstas en prosa, del poeta de Orihuela que tengo siempre desde hace muchos años ante mis ojos, justo tras el ordenador y que siempre me acarician el corazón. Sobre todo si, al tiempo de leerlas, veo revolarse a los gurriatillos en el árbol de enfrente, tras el cristal. Son de su cuento inconcluso titulado El gorrión y el prisionero.
«Los gorriones son los niños del aire, la chiquillería de los arrabales, plazas y plazuelas del espacio. Son el pueblo pobre, la masa trabajadora que ha de resolver a diario de un modo heroico el problema de la existencia. Su lucha por existir en la luz, por llenar de píos y revuelos el silencio torvo del mundo, es una lucha alegre, decidida, irrenunciable. Ellos llegan, por conquistar la migaja de pan necesaria, a lugares donde ningún otro pájaro llega. Se les ve en los rincones más apartados. Se les oye en todas partes. Corren todos los riesgos y peligros con la gracia y la seguridad que su infancia perpetua les ha dado».