José María San Román Cutanda

A Vuelapluma

José María San Román Cutanda


Guerrero Malagón

01/02/2021

Aunque hoy se cumple el 112 aniversario de su nacimiento, no es esta la cifra simbólica que viene a orientar el tema de mi columna de esta semana, sino los veinticinco años del fallecimiento del pintor toledano Cecilio Mariano Guerrero Malagón, que se cumplirán también en este 2021, el próximo mes de agosto.
Este pintor y escultor, natural de Urda, ha sido sin duda uno de los epígonos más destacados en el género artístico del siglo XX toledano. A su talento natural, virtud reservada solo para algunos ‘elegidos’, sumó el haber podido formarse de la mano de artistas tan reconocidos como Enrique Vera y Aurelio Cabrera, becado por la Diputación Provincial y, posteriormente, por el ayuntamiento de su pueblo natal. Seguramente, de sus maestros quedó en él un fuerte poso de docencia, que fue el que años después pudo transmitir a sus alumnos como profesor de Composición Decorativa primero y Dibujo Artístico después en la Escuela de Artes y Oficios de Toledo, germen de la Real Academia toledana, que lo acogería como Académico Numerario en 1968. El psiquiatra y académico Rafael Sancho de San Román supo reconocer en él una particular virtud que es propia solo de quienes gozan de iniciativa y voluntad: la curiosidad. Reconoció en él, y así lo escribió para un homenaje a su figura, un gran «interés por el conocimiento y valoración de la vida y de la obra de los grandes artistas toledanos de todas las épocas. Es decir, a los genios que le precedieron en la captación de ese embrujo místico, críptico y misterioso de Toledo, que determinó a cada uno de ellos su creación artística».
Debo confesar que, en mi caso, quizá su pintura fuese la primera que yo vi en mi vida, y también la primera que me impresionó. Quiero pensar que lo que yo sentí fue lo mismo que sintiera, casi un siglo atrás, el pintor José Vera cuando vio por primera vez los dibujos que le llevó su hijo Ismael Vera. Mi primer contacto con el pintor de Urda tuvo lugar en mi más tierna infancia, en las no pocas veces que mi madre tuvo que llevarme a la consulta del pediatra Álvaro Nodal para recuperar la salud. En la sala de espera de aquella consulta, junto a la puerta, justo enfrente de la ventana, estaba colgado un cuadro que mi inteligencia infantil no alcanzaba a entender muy bien, pero sin embargo sí lograba impresionarme e, incluso, sobrecogerme. Tal era el efecto de aquel lienzo que lograba incluso acallar alguna que otra lágrima fruto del dolor o de la fiebre que tuviese entonces. Mi mente de niño veía a Toledo de fondo, testigo de la agonía de los tres personajes que parecían ser devorados por serpientes. Años después, he sabido que era una interpretación de la obra del Greco Laocoonte y sus hijos.
Ambas visiones, la de los sentidos y la de los sentimientos, son absolutamente imprescindibles para poder adentrarse en los conceptos que se esconden en las profundidades pictóricas que nos ofrecen sus obras. O al menos, así me lo ha demostrado mi propia experiencia sensible. Y también, y quizá fue eso lo que más hizo que me impresionase, es necesario para entender a Guerrero Malagón deshacerse de los tópicos y prejuicios que suelen acompañarnos cuando nos disponemos a centrar nuestra mirada en la contemplación de un cuadro. Su gran virtud, esa que lo hace merecedor entre tantas otras de un homenaje a los cinco lustros de su fallecimiento, es precisamente la de haber logrado reflejar con sus pinceles una Toledo universal desnuda de la belleza artística que tan receptiva es a los sentidos hasta el punto de mostrar la noche intelectual de la realidad. Este rasgo, que es tan peculiar de Guerrero Malagón como lo fue del Greco, su referente principal junto a Goya, no siempre fue bien entendido por quienes, a lo largo del tiempo, han conocido su obra pictórica.
Además de ser un pintor ocupado en la difícil labor intelectual que cada obra suya conlleva, don Cecilio fue también un toledano preocupado. He hablado líneas atrás de su curiosidad, señalando que es el rasgo esencial de quienes poseen iniciativa y voluntad. Su vida académica lo demostró sobradamente. Además de ser, en 1948, uno de los fundadores de la toledana Sociedad ‘Estilo’, que publicó durante largo tiempo Ayer y Hoy y contribuyó a la celebración de ciclos expositivos para artistas poco conocidos durante varios años, fueron innumerables sus mociones en las Juntas ordinarias de la Real Academia toledana sobre el estado de «nuestro atormentado Toledo», como dijo no pocas veces. Algunas de estas mociones solían ir acompañadas de magníficas ilustraciones suyas que le servían como explicación del desperfecto que pudiera tener aquello que dibujaba y para lo que pedía soluciones.
Estamos a siete meses de agosto. Y, aunque la pandemia no nos permita hacerle un nuevo y merecido homenaje a su medida, debe irse planificando por parte de nuestras autoridades culturales retomar alguna forma de manifestar el valor que tiene esta fecha. Quizá, un libro homenaje en el que pueda lograrse un catálogo de toda o gran parte de su obra, tan dispersa por el mundo, una exposición física, alguna iniciativa de carácter virtual, una sesión académica en la Real Academia toledana o, incluso, una entidad al estilo de la Fundación ‘Kalato’ o la Fundación ‘Mariano San Félix’ que pueda estudiar su figura, y que seguro que su hijo, Mariano, su primer y principal seguidor, vería con buenos ojos. Y puesto que él, a veces incomprendido y siempre preso de amor a Toledo, merece no uno ni dos, sino todos los homenajes que propongo o los que a las personas que verdaderamente saben de cultura se les puedan ocurrir, quiero aportar una idea, a modo de título, que resume toda su trayectoria y que está sacado de sus propias palabras: «Guerrero Malagón: la puerta infranqueable».