Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


Un grito en la noche

08/09/2021

En medio del silencio nocturno, una llamada telefónica. Con dificultad, con el temor de quien sabe que una o varias vidas van a sufrir un desgarro insuperable, una voz que nunca se olvidará, comunica la tragedia. Incredulidad, desesperación, dolor oscuro que invade el alma para siempre. No es sólo la existencia aniquilada físicamente, es la muerte en vida de los que quedan.
Con demasiada frecuencia se repite esta indeseable experiencia. A veces, es una juventud llena de promesas la que queda tronchada por el cruce fatal de alcohol, sueño y mala suerte. Otras, no menos dramáticas, es la de la persona que, comenzando el nuevo día, se disponía a iniciar su trabajo, y se convierte en la víctima inocente de lo que se prometía como la felicidad obligada del Saturday night. O, en una combinación siniestra, ambas. En cualquier caso, vidas humanas sacrificadas a la noche, una noche que auguraba diversión, fiesta, jolgorio, y que finaliza en llanto, sufrimiento indecible, dolor inenarrable, muerte. O, en el mejor de los casos, meses o años de lenta recuperación física y mental.
Probablemente la mayor parte de los que me leen hayan tenido alguna experiencia de lo que digo. Aunque sea tan sólo por la noticia conocida por los medios. A mayor cercanía, mejor se pueden comprender mis palabras, siempre limitadas ante lo atroz del drama. En varias ocasiones me ha tocado vivir de cerca la muerte en accidente, por la noche o al alba, de alumnos, algunos –alguna- de una categoría humana, intelectual, espiritual, increíble; he tenido que acompañar, con la impotencia de no saber qué decir, a sus padres, a sus familias. No hay palabras para expresar el humano sinsentido de una adolescencia destruida por el zarpazo de un accidente absurdo. Pero el dolor no es menor, y la impotencia y la rabia no disminuyen, cuando la víctima es alguien que ‘pasaba por ahí’, alguien sobre cuyo coche, o tractor, o bicicleta, o del modo que fuese, se abalanzó el cruel destino en forma de un coche cuyo conductor no controlaba por la bebida, las drogas o la somnolencia.
Como sociedad deberíamos reflexionar más sobre esta lacra que no es inevitable. Plantearnos todos qué modelo de diversión -en el fondo, de modelo vital- estamos ofreciendo. El cóctel alcohol, estupefacientes, noche, se ha cobrado ya demasiadas existencias. Ir a las raíces auténticas del problema, porque lo fácil es culpabilizar a los jóvenes, que quizá, acostumbrados a un ‘todo me es permitido’, carecen con frecuencia del sentido de responsabilidad, inmunes al riesgo y a la noción de peligro. Hemos de pensar cómo estamos educando, qué valores estamos transmitiendo. Probablemente estemos creando seres autorreferenciales, incapaces de escuchar un ‘no’, de entender que la libertad no es ilimitada, que pasa por el respeto al otro, a cómo es y cómo piensa; por proteger, cuidar y valorar la vida de los demás. Que libertad es responsabilidad.

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