Bienvenido Maquedano

La espada de madera

Bienvenido Maquedano


Ermitaño

10/03/2020

Primero estuvo sentado unos años en el poyo de la farmacia. Luego le pusieron unos pinchos para que dejase de formar parte del paisaje, y el hombre cruzó la calle y se agenció una silla plegable para seguir sentado. Mendigos siempre ha habido, pero éste es especial. No tiene carteles de cartón con ruegos escritos con faltas de ortografía, ni un defecto físico espeluznante. Viste normal, es aseado y lee libros de todas las clases. En realidad, no hace otra cosa. Parece tener cierta predilección por títulos clásicos, pero muy probablemente sea porque los volúmenes que tiene entre sus manos siempre son viejos, resucitados de algún trastero. Libros de anaquel, libros de mueble bar, libros de saldillo, de Cuesta de Moyano, de años setenta, de hojas color tabaco y olor a cerrado cuando están abiertos. Libros que sólo un mendigo sin nada que demostrar se atreve a leer en lugar de a decir que los ha leído. Ese es su gancho, lo que conmueve, lo que choca y lo convierte en una criatura exótica digna de una caridad. Da igual si hace calor o frío; da igual si unas gotas de lluvia amenazan con apagar un momento álgido o licuar una hoja, si la luz es escasa y la tarde se acaba. El pedigüeño, al que algunos conocen por su nombre, impasible, devora historias.
Hace algún tiempo que no lo veo, que la calle estrecha de Hombre de Palo es un poco más ancha. Me dicen que se ha hecho ermitaño. Me da la risa. Me vuelven a decir que se ha hecho ermitaño. Me sigue dando la risa. A la tercera me lo pienso. Lucho por quitarme de la cabeza la imagen de un viejo desnudo de barba larga, los ojos brillantes, metido en una cueva y royendo mendrugos. La imaginación tonta es lo que tiene, te crea situaciones cómicas de cualquier cosa inusual. Entonces me centro en su posible realidad, solo, cuidando de que la ermita de algún pueblo toledano esté a salvo de vándalos. Casi puedo verlo echando a las palomas que se han colado por un cristal roto, barriendo el suelo, dando una mano de pintura de cuando en cuando. Casi puedo verlo en su casa, con la vida sosegada del plato caliente en la mesa, el sillón cómodo y mucho tiempo para leer. Sin horario, sin ambiciones de las que te van comiendo por dentro hasta que un día adviertes que se te han comido por fuera.
A la cuarta que me dicen que el hombre que leía en la calle se ha hecho ermitaño ya no me río. Sólo siento una admiración creciente por un hombre que ha sabido tomarse la vida en serio. ¿O es envidia?