Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


¡Adiós, Cordera!

17/01/2022

Pocos relatos tan estremecedores como ¡Adiós, Cordera! De Leopoldo Alas, 'Clarín'; estremecedor y anunciador; escrito en una época de cambio radical en que se mascaba la tragedia. La vaca, Cordera, vive en perfecta armonía con Rosa y Pinín («¡Eran tres, siempre los tres!»), en su particular edén. Era una época en que aún cabía la esperanza: «La Cordera era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio».
Nada extraño que sea ella la que, espantada con la presencia del tren, ese 'formidable monstruo', intuya el peligro que supone lo que se avecina, al contrario que Rosa y Pinín, convencidos de que los paraísos son eternos. Al final, sin embargo, los dos niños verán su sueño roto cuando vean que el tren se lleva a su inseparable Cordera. Sólo entonces se impone la dura realidad. 'Adiós, Cordera', exclama Rosa, desolada, mientras su hermano, más maduro que ella, grita, como Rastignac desde el 'Père Lachaise': «La llevan al Matadero… Carne de vaca, para comer los señores, los curas…, los indianos».
Acababa de ese modo la época dorada de las vacas, y no digamos de los polluelos y los cerdos, iniciándose para ellos una época de esclavitud que hoy día podemos calificar de infernal. Lo que se conoce como la segunda revolución agrícola, como muy bien explica Yuval Noah Harari, en su imprescindible libro De animales a dioses, que debería de ser manual obligatorio en todas las escuelas e institutos del orbe, es un mundo más próximo al holocausto que a la vida. Y es que, del mismo modo que, en el siglo XVIII, circulaban grabados representando a un esclavo negro mutilado, con una lapidaria anotación abajo: «Es a este precio como los europeos compran azúcar barato», el bochornoso espectáculo de las grandes explotaciones (las llaman 'granjas') agrícolas constituye hoy día una de las mayores lacras del ser humano, ese mismo que, para colmo del recochineo, aspira a alcanzar el cielo después de muerto. Un espectáculo denigrante que ni siquiera Huxley podría haber imaginado en Un mundo feliz.
«Justo en la época en que Homo sapiens era elevado al nivel divino por las religiones humanistas –escribe Harari, pág. 376–, los animales de granja dejaron de verse como criaturas vivas que podían sentir dolor y angustia, y en cambio empezaron a ser tratados como máquinas. En la actualidad, estos animales son producidos en masa en instalaciones que parecen fábricas y su cuerpo se modela según las necesidades industriales. Pasan toda su vida como ruedas de una línea de producción gigantesca, y la duración y calidad de su existencia están determinadas por los beneficios y pérdidas de las empresas». Una vez más el horror de los cientos de millones de polluelos triturados en las granjas de cría aviar; las cerdas preñadas de modo artificial y que crían dentro de cajas tan pequeñas que son literalmente incapaces de darse la vuelta (y de las que ahora empleamos hasta el corazón), o las vacas lecheras condenadas a vivir en un pequeño recinto; allí están de pie, se sientan y duermen sobre sus propios orines y excrementos; tratadas como máquinas hasta el momento de matarlas. Animales que 'viven' sin ver el cielo ni pisar la yerba. Y todo ello en una época en que las mismas disciplinas científicas que diseñaron este holocausto animal, empiezan a demostrar, más allá de toda duda razonable, que los mamíferos y las aves poseen una constitución sensorial y emocional compleja; o sea, que no sólo sienten dolor físico, sino que incluso pueden padecer malestar emocional. No nos extrañe que un día se haga de nuevo realidad la ficción que narra Orwell en Rebelión en la granja.