Aurelio de León

Greguerías

Aurelio de León


Comida Basura

08/09/2019

No hay nada mejor para valorar las cosas que el haber carecido de ellas. Se valora la libertad cuando, por condicionamientos físicos, sociales o psicológicos, hemos perdido la capacidad de elegir, de obrar o de expresarnos. Se valora la salud cuando, por un accidente o una enfermedad, nos vemos privados de nuestro estado normal de bienestar. Se valoran los alimentos cuando no estamos suficientemente nutridos. Y no se valoran los alimentos cuando, teniéndolos en abundancia, podemos disfrutar de ellos con facilidad, como ocurre -aunque ciertamente no para todos- en nuestro mundo occidental. Otro tanto podíamos decir de las prendas de vestir, de las que nos deshacemos cuando, estando nuevas y, a veces, sin estrenar, pasan de moda.
Las cifras de la FAO sobre el desperdicio de alimentos son abrumadoras. Alrededor de 1,300 millones de toneladas de alimentos, válidos para el consumo humano, se desperdician y se pierden cada año en el mundo. Se trata de una cantidad con la que se solucionaría el problema alimentario de los dos mil doscientos millones de personas que se encuentran en extrema necesidad, entre las que se incluyen los novecientos millones que pasan realmente hambre. Es cierto que gracias al consumo se crean muchos puestos de trabajo, pero también es verdad que mientras se despilfarra de manera escandalosa, muchas personas, incluso entre nosotros, podían alimentarse adecuadamente con lo que se tira a los contenedores. La parábola evangélica del pobre Lázaro que, lleno de llagas, se tiende a la puerta del rico Epulón para saciarse con las migajas que caen de su mesa, se sigue haciendo realidad en nuestros días.
No sé cómo, pero es algo evidente -aunque algunos no lo vean- que esto no puede continuar así. Es absolutamente necesario y urgente que se sustituya este sistema económico, que tantas desigualdades genera en el mundo, por otro que, como repite insistentemente el papa Francisco, tenga como centro a la persona y no el beneficio económico de los ricos y poderosos. Es igualmente necesario adaptar nuestros modos de producción a las exigencias de la justicia para que los beneficios de las grandes y pequeñas empresas lleguen a toda la humanidad. Es un deber moral que los países ricos contribuyan eficientemente al desarrollo económico y social de los pueblos empobrecidos, pues todos tenemos derecho a una vida digna y saludable. Hay que cambiar el alocado y alienante consumismo, que en modo alguno nos hace felices, por un modo de consumir más razonable y más solidario con los que tienen menos. Solo dejando atrás este egoísmo colectivo que nos invade y practicando la cultura de la fraternidad y la solidaridad podemos caminar hacia la verdadera felicidad, pero, como decía Luther King, «hemos aprendido a volar como los pájaros y a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir juntos, como hermanos».