José María San Román Cutanda

A Vuelapluma

José María San Román Cutanda


Decir adiós

24/01/2022

Luis García Montero y yo no tenemos demasiadas cosas en común. Al menos, en el aspecto ideológico. No obstante, siempre he reconocido su talento como escritor, y he leído con mucho interés muchos de sus poemas. Sobre él dijo José Carlos Mainer que goza del talento expresivo y de uno más raro todavía, que es el talento emocional. Estaba de acuerdo antes, pero ahora, gracias a la periodista Luz Sánchez-Mellado, lo he podido comprobar con toda nitidez. La entrevista que el diario El País publicó el pasado dos de enero sobre el reciente fallecimiento de su esposa, Almudena Grandes, es un auténtico testimonio de lo que significa decir adiós. A lo largo de la entrevista, García Montero mantuvo su entereza de tal forma que logró abrirse de par en par al lector. Se convirtió por unos instantes en el protagonista de sus poemas. El 'yo' autor pasó a ser el 'yo' personaje. La postura del entrevistado era la de un viudo enamorado, agnóstico, que ve estéril y egoísta cabrearse con el mundo, que supo encontrar la felicidad en la entrega a su mujer durante los últimos capítulos de su vida y que aprendió que, en la antesala de la muerte, los silencios cómplices suenan como los sonidos más intensos.

Ahora bien. Lo que más me llamó la atención de la entrevista, lo que me hizo reflexionar de verdad, fue su forma de asimilar el adiós. García Montero, usando el ejemplo de C.S. Lewis, habla del adiós en perspectiva dinámica: «la muerte es más bien un animal doméstico con el que convives, pero que hace mucho daño». La muerte no es un estadio estático, ni tampoco un punto entre dos frases. Con la muerte se convive, porque la ausencia pasa a formar parte de la existencia de los que quedamos en el mundo de los vivos. La primera experiencia de la muerte, de la ausencia, está detrás de la puerta de la casa de cada uno. Y García Montero lo sabe. Sabe y lo narra, porque ya le ha ocurrido antes de ser entrevistado, que a partir de ahora verá una sola toalla en el baño, que se sentará solo en el sofá y será para él una barca a la deriva. En este sentido, guarda la esperanza de que «esto se convierta en un proceso de duelo y que la vida pueda volver a cobrar sentido y la ausencia se integre en una nueva manera de estar en el presente». Uno de sus poemas más sobresalientes, Confesiones, lo narra:

 

Yo te estaba esperando.

Más allá del invierno, en el cincuenta y ocho,

de la letra sin pulso y el verano de mi primera carta,

por los pasillos lejos y el examen,

a través de los libros, de las tardes de futbol,

de la flor que no quiso convertirse en almohada,

por debajo de todo lo que amé,

yo te estaba esperando.

 

Yo te estoy esperando.

Por detrás de las noches y la calles,

de las hojas pisadas

y de las obras públicas

y de los comentarios de la gente,

por encima de todo lo que soy,

de algunos restaurantes a los que ya no vamos,

con más prisa que el tiempo que me huye,

más cerca de la luz y de la tierra,

yo te estoy esperando.

 

Y seguiré esperando.

Como los amarillos del otoño,

todavía palabra de amor ante el silencio,

cuando la piel se apague,

cuando el amor se abrace con la muerte

y se pongan más serias nuestras fotografías,

sobre el acantilado del recuerdo,

después que mi memoria se convierta en arena,

por detrás de la última mentira,

yo seguiré esperando.

 

Es en las experiencias más cotidianas donde más se nota y donde más duele saber que esa persona que estaba ya no está, porque cuando cada uno somos más de verdad es cuando brotan nuestros auténticos anhelos. Decir adiós es un acto de obligada madurez, de debate interior, que nos hace encontrarnos de bruces con nuestra debilidad, que nos recuerda que estamos hechos para sentir, para recordar y para esperar. Despedirse, sí, es un paso obligado que, aunque no todo el mundo lo vea claro, puede extrapolarse también a los vivos, a las personas que llegan a la vida de cada cuál para después marcharse. También en esas personas que optan por marcharse en vida se pueden encontrar los detalles más cotidianos: el sofá, la taza del desayuno, la postal de Navidad, la mesa del mismo bar, la colonia, el lugar donde todo empezó, la foto en la cartera o la lista de la última compra...

Luis García Montero aún siente a Almudena Grandes. Y como él, hay en este momento millones de personas que se encuentran en el mismo duelo. Probablemente, mientras uno intenta hacerse a la idea de que ya no está, mientras intenta acostumbrarse a hablar de esa persona en pasado, sus manos siguen buscando a cada instante su sombra. La sensación de la pérdida es como la arena que se escapa irremediablemente por entre los dedos, que acaricia las manos de quien la posee mientras busca su libertad más allá. Por eso, el adiós más duro no es a las personas a las que se busca, sino a las que se encuentra. Hay que saber decir adiós, aunque duela y aunque los recuerdos no ayuden al olvido. Todos hemos perdido recientemente, y en buena parte por culpa de esta pandemia que ya cansa, a personas que formaban parte de las eternidades de nuestros recuerdos. También a personas vivas que se han marchado. En mi caso, me han obligado a decir adiós demasiadas veces. Ahora, después de mucho tiempo y gracias en parte al periodo de enfermedad que me ha tenido algo más de dos meses impedido, soy yo quien se atreve a decir adiós. Solo así las páginas del libro pasarán un poco menos pegadas.

ARCHIVADO EN: Luis García Montero