Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Adiós a un gigante de la pantalla

09/02/2020

Con Kirk Douglas (su verdadero nombre, como pocos saben, fue Issur Danielovich) ha ocurrido lo mismo que ocurrió en España con nuestro querido y admirado Francisco Ayala, que, como este último, debió de pensar que Dios se había olvidado de él; tal puede que sea el pensamiento obsesivo de los que traspasan la temida frontera del siglo, adentrándose en un mundo que saben perfectamente que no es el suyo y del que necesariamente se consideran excluidos, viviendo cada día como una despedida. Hay edades en las que se pierde necesariamente el miedo a la muerte. Y más aún cuando conservas un centenar de películas geniales que te permiten seguir siendo hasta el final de los tiempos un sinfín de criaturas distintas. 
Tal es la maravilla de estos enormes actores que crecieron y vivieron y seguirán viviendo entre nosotros. Hablar de Douglas parece que era hablar de Espartaco o del Van Gogh de El loco del pelo rojo. Pero para mí, el personaje más fascinante de su carrera es sin duda el coronel Dax de Senderos de gloria, ese mítico  film que hizo Kubrick en 1957, y que junto a Sin novedad en el frente de Milestone, y el manifiesto J´accuse de Zola, motivo sin duda de su más que sospechosa muerte, constituyen la cumbre del antibelicismo. Del coronel Dax  es esa escalofriante frase, de tan terrible actualidad en el mundo en que vivimos, según la cual «el patriotismo es el último refugio de los canallas», frase que le espeta el protagonista al general Mireau, un tipo que, como alardeaba Franco, estaba dispuesto a matar a media Francia con tal de ganar la guerra. 
La película, pese a su pesimismo, sigue fascinando e irritando, pero nunca Kirk Douglas se mete en la piel de un personaje que se le asemeje tanto, con el que se identifique tanto. Y si no vean la película, en el reclinatorio, claro, como decía Garci, los que tengan la fortuna de no haberla visto jamás, o revísenla los que ya la hayan visto, y deléitense en esa escena final a la que alude el maestro Spielberg cuando afirma que «no hay nada más maravilloso y perfecto para definir el cine». 
La escena, vista en todo momento por el coronel desde la puerta, transcurre, recuerden, en un establecimiento público de mala muerte donde unas decenas de soldados franceses aprovechan una breve tregua para beber un trago, bromear y olvidar lo que les espera. De repente, el dueño del garito saca al escenario a una bella prisionera alemana, aterrorizada, y la obliga a cantar una canción. Los soldados silban y gritan como locos. La joven alemana (encarnada por la actriz Suzanne Christian que poco después se convertiría en Mme. Kubric) empieza a entonar, muy débilmente, una canción sentimental, en alemán, y aunque nadie la entiende, la magia de la música hace que poco a poco se instaure un impresionante silencio, hasta que voces surgidas aquí y allá, van siguiendo y acompañando la melodía; brotan las lágrimas, las sonrisas, la emoción, y lo que parecía un grupo de salvajes se torna un grupo de hombres, casi niños, que se acaban confundiendo en un canto de fraternidad y humanidad. Un milagro que recuerda el llanto colectivo en la iglesia en La maison Tellier  de Maupassant. 
El coronel, que asiste conmovido a la escena, y que tiene la orden de hacerles volver a las trincheras donde les espera de nuevo el horror, les concede una tregua de unos minutos de sosiego. Una breve tregua, lo bastante para que el espectador entienda que la brutalidad en medio de la que viven (mueren) no ha extinguido por completo la humanidad que llevan dentro. Eso lo sabe también el coronel que, para entonces, se ha negado a prostituirse para estar con sus hombres sufriendo hasta el final. Una lección de antimilitarismo y pacifismo que llega al alma del espectador. ¿Cómo no ver detrás de ese hermoso personaje al gran filántropo y humanista que fue Douglas, ese increíble actor que hacía cine cuando el cine era puro arte.