Francisco Javier Díaz Revorio

El Miradero

Francisco Javier Díaz Revorio


La investidura

10/01/2020

Lo primero, y aunque sea obvio lo apunto para despejar cualquier duda: en términos constitucionales, cualquier candidato a presidente del Gobierno que logre a su favor las mayorías parlamentarias previstas en el artículo 99, de acuerdo con el procedimiento establecido, tiene por supuesto plena legitimidad, como todo el Gobierno resultante. Ahora bien, ello no es óbice para que puedan apuntarse críticas políticas, éticas o incluso constitucionales al procedimiento, el programa o los acuerdos resultantes. Solo faltaría. Yo no me voy a ocupar de las críticas meramente políticas o “programáticas”, que siempre tendrán una clara relación con las subjetivas preferencias o con la ideología de cada uno. Sin embargo, en el caso que acabamos de vivir podemos apuntar también críticas morales, y otras desde la perspectiva del efectivo cumplimiento de los valores constitucionales. Las primeras tienen que ver con el notorio incumplimiento de los compromisos expresados en campaña. Se dirá que de esto hemos vivido bastante en España, y bastaría recordar como ejemplos paradigmáticos el referéndum (que iba a ser) de salida de la OTAN de González o la “bajada” de impuestos de Rajoy. Pero nunca como ahora el candidato había realizado una “enmienda a la totalidad” de todo lo que prometió en campaña, y especialmente en el debate más importante; y nunca como ahora el incumplimiento se ha producido no después de formar Gobierno, sino antes incluso de hacerlo. Basta pensar en los socios con los que nunca iba a formar Gobierno, y en las propuestas en el ámbito de las relaciones con el independentismo, para comprobarlo. 
Pero lo anterior es poco si analizamos cómo se ha llegado a obtener esta investidura, y los principios constitucionales que se han puesto en juego para ello, comenzando por los pilares del Estado de Derecho que la norma fundamental consagra en el artículo 1. La falta de respeto institucional ha sido descomunal. Se ha negociado con el contenido de un informe de la Abogacía del Estado, que se ha sometido al plácet del partido liderado por quien había de verse favorecido por dicho informe. Se ha menospreciado a la Junta Electoral Central criticándola de forma obscena. Y los socios y apoyos del Gobierno se han permitido despreciar al poder judicial y a la misma jefatura del Estado, incluso el propio proceso de investidura y la gobernabilidad de España, mientras el candidato a presidente callaba -y otorgaba-, obviando estas minucias, para limitarse a criticar a la oposición por situarse muy a la derecha. Por no decir las amenazas vertidas por el futuro vicepresidente, desde la tribuna, hacia medios de comunicación, jueces “conservadores” o empresas. No parece que aguarde el mejor futuro al pluralismo democrático ni a la separación de poderes. 
Pero creo que lo peor es el contenido del acuerdo con el partido independentista catalán cuya abstención era necesaria para la investidura (por cierto, qué abstención más cara, mientras se pretendía que la diesen “gratis” por patriotismo los partidos del centroderecha). Porque este acuerdo abre el camino para una alteración ilegítima de los preceptos y principios constitucionales. La creación de una Mesa bilateral de negociación entre gobiernos (que ya es extraña, al menos por la parte de Cataluña, ya que el partido firmante ni siquiera preside el Gobierno catalán), que explícitamente se separa de los órganos y vías previstas en la Constitución y el Estatuto de autonomía, solo sería posible si sirve como mero foro extraoficial de encuentro y comunicación. Pero más bien se hace descansar en este órgano, inventado y creado en un acuerdo entre dos partidos, la decisión sobre la “solución” al “conflicto político” de Cataluña. Solución que, por lo demás, será sometida a consulta solo en Cataluña, lo que choca con el reconocimiento constitucional de la soberanía al pueblo español, según el artículo 1.2 de la Constitución. Por supuesto, el partido del presidente del Gobierno justificará todo esto diciendo que la Mesa no asume ninguna función legal, y que la consulta no es un referéndum ni tiene carácter vinculante, pero cualquiera con dos dedos de frente puede imaginarse lo que sucedería si el resultado de esa consulta, sea lo que sea lo que se consulte y lo que resulte de la consulta, no es considerado. Si todo esto se pone en marcha, solo hay dos salidas: o el quebrantamiento de la Constitución, o añadir frustración de unos o de otros. Pensando en términos jurídico-constitucionales, no deberíamos preocuparnos: ni la autodeterminación, ni la independencia, ni la usurpación de la soberanía, ni la ruptura, pueden producirse sin una reforma constitucional, y esta requiere mayorías que están lejos de alcanzar los firmantes del acuerdo, y ni siquiera sumando votos a favor de la investidura y abstenciones se aproximan mínimamente a ellas. Y esto, con o sin referéndum, consulta o lo que sea en Cataluña, no puede llevarse a cabo sin reforma constitucional (incluso, tal vez, dos reformas: una para hacer posible el referéndum en Cataluña, otra para plasmar sus resultados en una nueva carta fundamental). Pero ya queda claro que el plan es otro: el plan es un atajo para alterar los contenidos constitucionales, intentando “blindar” una decisión adoptada solo en Cataluña. Se apelará a la legitimación popular para intentar poner lo que se ratifique en la “consulta” por encima de la Constitución, soslayando no solo la soberanía del pueblo español, sino también el hecho de que el pueblo ha de expresarse por las vías y canales establecidos. No se trata de un dilema entre democracia y Constitución. La supuesta “democracia” que trata de modificar lo previsto en la Constitución sin seguir las vías prevista en esta no es democracia, sino perversión del principio de rigidez constitucional, ineludible para asegurarse de que la mayoría no puede hacerlo todo. Si la mayoría lo pudiera todo, para nada serviría la Constitución. Eso no es democracia, sino un puñetazo en la mesa. ERC lo ha dejado clarísimo: le importa un comino la gobernabilidad de España. Solo quiere la independencia, y no reparará en medios para conseguirla. Pero el Estado de Derecho significa que ningún fin justifica todos los medios. El PSOE prefiere seguir creyendo que nada de esto se va a producir, pero ha asumido íntegramente en el documento el lenguaje y las pretensiones de los independentistas. Me temo que la única esperanza es que, como ya es habitual en algunos ámbitos, los compromisos se incumplan. Llegados a este punto, quizá fuera el mal menor.