Juan José Laborda

RUMBOS EN LA CARTA

Juan José Laborda

Historiador y periodista. Expresidente del Senado


Paradojas de este tiempo

06/10/2019

Recuerdo una conversación con un gran magistrado, prudente y extraordinariamente culto, en la que me expuso su opinión sobre el franquismo, régimen en el que él había hecho su carrera como juez. Fue por los años de Adolfo Suárez gobernando, pero cerca de su dimisión en 1981, y me acuerdo vivamente de aquella conversación porque el magistrado y yo estábamos muy preocupados por la extrema debilidad de nuestra democracia. Unos meses después se produjo el golpe de estado, con la toma del Congreso de los Diputados, y fue tan profunda la impresión que produjeron los guardias civiles y los militares golpistas, por su brutal zafiedad, que la sociedad española se sacudió el pesimismo sobre su sistema político -«el desencanto», como repetía el periodismo de entonces-, y de paso se sacudió el miedo a los franquistas. Primera paradoja: el golpismo vino a traer una política democrática más avanzada, con Calvo Sotelo, y después, con Felipe González.
El magistrado pensaba que el Tribunal Supremo había desperdiciado la ocasión de incorporarse activamente al proceso democrático que se iniciaba en España, cuando, en febrero de 1977, se inhibió en la cuestión de la legalización del Partido Comunista de Carrillo, tal y como le pedía Adolfo Suárez, presidente del Gobierno. 
Al inhibirse, opinaba, con pesar, el magistrado, el Tribunal Supremo, y la Justicia como poder del Estado, renunciaron a protagonizar la Transición democrática, impidiendo así que los jueces y tribunales tuviesen un peso fundamental en el proceso político más decisivo de España desde los años treinta del siglo veinte. Lamentaba esa inhibición al comparar la actitud timorata de nuestro Tribunal Supremo, con el papel activo que jugaron los tribunales del Reino Unido y de Estados Unidos de América, consolidando sus respectivas democracias. Se trataba de una cuestión de autoridad moral de la Justicia en la España constitucional. 
La reciente sentencia del Tribunal Supremo de Inglaterra, desautorizando al premier Johnson, es la confirmación de la antigua opinión de mi amigo magistrado. El último recurso para defenderse la democracia reside en sus jueces y tribunales. 
Segunda paradoja: el Tribunal Supremo ha puesto punto final al franquismo con la sentencia sobre la exhumación del cadáver del dictador. Sacar a Franco del Valle de los Caídos es mucho más, muchísimo más, que un acto de normalidad democrática. Se ha comparado el infausto destino de los cuerpos muertos de Hitler y Mussolini con la tumba de Franco en un monumento público. Los despojos de Hitler y Mussolini fueron escarnecidos, como tantos otros, en los horrendos días finales de la Guerra Mundial. Pero el cuerpo de Franco pierde los honores del enterramiento por decisión del Tribunal Supremo. La familia Franco acudió a la Justicia, en lugar de conformarse con la decisión del Gobierno y del Congreso de los Diputados de desenterrarlo, y volverlo a enterrar en Mingorrubio. La familia podría haber dicho que había sido una decisión de los políticos. Pero la sentencia del Tribunal Supremo es algo así como condenarlo a la máxima pena contra su honor, y, como ocurre con los cuerpos de los malhechores, su inhumación será discreta y privada. 
El Tribunal Supremo ha cerrado definitivamente el tiempo del franquismo. Que la sentencia haya sido adoptada por unanimidad de la Sala es lo que asegura esa trascendencia. Los magistrados de la Sala son un elenco de las distintas ideologías y tendencias que existen en la carrera judicial. En esta ocasión, para disgusto de algunos creadores de la opinión publicada, nadie ha podido señalar qué han hecho los magistrados conservadores, los progresistas (e incluso ‘los profesionales’). Los miembros de la sección cuarta de la Sala de lo Contencioso Administrativo han mostrado a los dirigentes políticos la eficacia de resolver por consenso los problemas difíciles. 
Esta sentencia otorga al Supremo una más potente legitimidad a la hora de dar a conocer la sentencia sobre los independentistas catalanes. Sea cual sea la sentencia, el Tribunal Supremo y la Justicia española saldrán muy bien, tanto en Cataluña, como en la UE. Al Gobierno le sucederá lo mismo, y está claro que a Pedro Sánchez le beneficiará electoralmente una enérgica respuesta suya si la Generalitat de Joaquim Torra se salta las leyes, o apoya actitudes levantiscas. La paradoja no está en un posible 155, que viene anunciándolo el presidente, sino en el hecho de que el PSOE de Pedro Sánchez, que tiene ahora un grado de centralización del poder y mando interno, sin comparación en el pasado, lo ha logrado gracias al apoyo irrestricto del PSC de Miquel Iceta. 
La sentencia sobre Franco, y el fin del tiempo franquista, afectarán a todos los partidos políticos, y desde luego al PP. Ésta será la ocasión para resolver su antiguo dilema: optar por el consenso de la UCD, o preferir el disenso de la antigua AP de Fraga y Aznar. Resolver ese dilema no es sólo cosa del PP de Pablo Casado. El PSOE de Pedro Sánchez tiene unas responsabilidades complementarias. El sistema funciona si los partidos de gobierno ven necesarios los acuerdos entre ellos.