Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Doña Manolita

13/12/2021

Ver una cola sinuosa de casi un kilómetro para ir a comprar unos décimos de lotería de Navidad en doña Manolita es uno de los espectáculos mayores de la plebeyez madrileña, que es mucha. El pasado sábado, según tengo entendido, por llegar, llegaba hasta casi Ópera. Majestuoso espectáculo, sin duda. Ir a pasar un 'finde' en la Capital desde Castellón, Monforte de Lemos, Zaragoza, Murcia o Badajoz, y pasarte cinco horas, con o sin mascarilla, a pie casi parado, para adquirir el tan ansiado billete, del tan ansiado número, que algo muy dentro de ti te dice que va a cambiar el rumbo, para bien, claro, de tu insidiosa vida y la de los tuyos, demuestra que este país nuestro no ha superado aún la funesta época que inspirara a Goya sus célebres grabados y aun sus pinturas negras.
Bien vista, doña Manolita es el máximo exponente del compendio de ilusiones vanas sobre las que construimos nuestras vidas. No se trata ya sólo de jugar un billete de lotería que te permite soñar con un cambio radical de tu vida. No, se trata de comprarlo en doña Manolita, porque santificado de ese modo, las posibilidades se centuplican de inmediato. Doña Manolita es el manantial de la riqueza, la fuente de la eterna juventud que otorga el dinero. Doña Manolita es el tan ansiado 'gordo' de Navidad, la quimera.
Hubo una época, según tengo entendido, porque, lógicamente, no hablo como experto, en que un pueblo del Pirineo leridano, Sort, como la Virgen de Lourdes, empezó a hacerle una muy dura competencia a la Doña, hasta el punto de que decenas y decenas de autobuses rebosantes de gentes de bien, hacían doscientos, trescientos e incluso cuatrocientos o quinientos kilómetros para adquirir el décimo bendecido, que necesariamente tenía que tocar, porque era de Sort (Suerte). Pero, claro, lo de Sort era meramente coyuntural; nada comparable con doña Manolita. La doña de Madrid posee solera, como el vino de Jerez, o de Montilla, o de la Rioja. Y es que Zamora, como ustedes saben bien, 'no se conquistó en una hora'.
Ludopatía (¡vaya palabreja!) más superstición, es un combinado perfecto, como el café con leche, o la leche con café, o las patatas fritas con huevo. Voltaire se pasó toda su vida luchando contra la superstición (una de sus bestias negras), pero por algo nosotros los españoles rechazamos la Enciclopedia, la Ilustración y hasta al propio Esquilache, empeñado en desterrar aquella capa o embozo, ideal para la delincuencia. Y no en vano, hasta 1780, el trabajo fue considerado en España algo malsano. Por eso se creó la lotería, para que el pobre hidalgo del Lazarillo no terminara muriéndose de hambre. Y, también, naturalmente, para que el Estado en bancarrota pudiera seguir tirando.
Llevamos el juego en la sangre como el ADN. Necesitamos el juego como el aire que respiramos; necesitamos la ilusión de ese tránsito luminoso que va desde el momento en que adquirimos el billete, seguro que afortunado, hasta el momento de la decepción; cinco, seis, siete, cuatro días de dicha inigualable; porque la verdadera felicidad es la víspera de la felicidad; todo lo que llega, se acaba convirtiendo en decepción.
En ese aspecto, doña Manolita, sagaz y oportuna, cumple una misión social, consolando a los afligidos, generando ilusiones y robándonos la fe a cachos; porque demasiado sabemos nosotros que cuanta más gente compre lotería allí, mayores serán las posibilidades de que toque allí (otra cosa bien distinta es que seas tú el afortunado). Sigamos, pues, yendo a tentar la suerte en doña Manolita, hagamos hacia allí una peregrinación como si fuéramos a besar los pies al Cristo de Medinaceli, porque, mientras haya ilusos, habrá lotería  y el mito de doña Manolita adquirirá dimensiones ciclópeas, al tiempo que se vacían irremediablemente nuestros bolsillos.