Bienvenido Maquedano

La espada de madera

Bienvenido Maquedano


Vestir santos

26/11/2019

Supongo que ya había llegado el momento. El de la retirada, digo. En las últimas elecciones lo tuve claro y no fui a votar. En su lugar di un largo paseo, comí una berza jerezana deliciosa, y pasé la tarde con un grupo de traductores que me machacaron al futbolín. Podía poner excusas pero no tiene sentido hacerlo. Los amigos me lo recriminaron como un pecado imperdonable, como si mi abstención fuese la causa de todos los males del país. Nunca he sido decisivo para nada, mediocre como soy en todo, y ahora va a resultar que soy fundamental para frenar a los caballos del extremismo o para evitar que España se rompa y cosas así. Yo creo que tampoco es para tanto. El voto de un toledano es irrelevante, un soplido para frenar a un huracán, y dentro del voto de todos los toledanos el mío particular es irrisorio. Sí, ya sé que el derecho al sufragio universal se construyó sobre imperios de dolor, que es algo muy valioso, algo que nos hace mejores. Pero por el momento es eso, un derecho y no una obligación.

No me había saltado ninguna votación desde que me dejé la barba. Sentía la misma mezcla de responsabilidad y alegría cada vez que me plantaba delante de una urna, con mis sobrecitos y el DNI, y sonreía al presidente y a los interventores, y miraba curioso cómo tres personas subrayaban a la vez mi nombre con un rotulador fluorescente,  y hasta lamentaba que a mí nunca me tocase formar parte de una mesa y vivir por una vez la noche del recuento. Daba igual que fuesen municipales o europeas, ahí estaba yo cada domingo antes del aperitivo decidido a expresarme como ciudadano demócrata. Tanto daba que pocas veces el resultado final me alegrase.
¿Qué pasó esta última vez? Que ya no sentí nada. Ni emoción, ni responsabilidad, ni miedo, ni siquiera asco. Vi a los líderes de los partidos y no despertaron mi simpatía ni mi rechazo, sólo indiferencia. Me di cuenta de que todos ellos eran bastante más jóvenes que yo y que, tal vez por eso, hablaban de cosas que no me interesaban en absoluto. Sencillamente, se había roto la comunicación. Me sorprendí preguntándole al espejo cómo había sucedido todo, dónde se habían metido la esperanza, la ideología, la ilusión, la fe en que las cosas pueden y deber mejorar desde la acción política. El tipo desconocido del otro lado me dijo que aquello de lo que hablaba le había sucedido a otro hombre que ya no existía, que había llegado la hora, que mi arroz se había pasado y ya sólo me quedaba tiempo para elegir algunos santos de mi agrado y dedicarme a vestirlos. Desde ese día me siento mucho mejor.