Ángel Monterrubio

Tente Nublao

Ángel Monterrubio


Célebre polvorista

02/10/2019

En el siglo XVIII era frecuente que las corridas de toros se aderezaran con otros espectáculos que nada tenían que ver con el taurino. Es el caso de los fuegos artificiales. Los maestros polvoristas, que era como se denominaba a los profesionales del asunto, ideaban creaciones para regocijo y divertimento del respetable. El polvorista más famoso de España en los años finales del siglo fue un talaverano:  el profesor Manuel Sánchez Ballesteros.
Sirva como ejemplo la invención que montó el domingo día 2 de diciembre de 1792 en la plaza Mayor de Madrid, en la quinta corrida de la temporada, presidida por el Corregidor y a la que asistió el rey Carlos IV y lo más granado de la Corte. Se corrieron dieciséis novillos y actuaron los famosos piqueros: Vicente Lara, el Chispero y Pedro de Ortega, el Estonces y los banderilleros: Mariano Aguilar y Manuel Francisco Ámbar, el Negrillo, que lo hicieron metidos en cestos de mimbre.
El profesor Manuel Sánchez Ballesteros formó en medio del ruedo un enorme castillo con cuatro frentes y en cada uno de ellos un gran arco; en la base un corredor, con sus balaustradas y pasamanos, dentro del cual colocó ocho figuras con forma humana que al darle fuego empezaron a moverse por aquella terraza como si tuvieran vida e incendiaron la estructura con un fuego brillante de mil colores «con descarga de chispas y gran ruido de truenos». Sobre el castillo se alzaba un enorme obelisco rodeado de otras cuatro figuras y adornado con doce ruedas de «fuegos italianos» que giraron como locas al prenderse, el obelisco se bañó de un continuo «fuego nevado» y las figuras danzaron con armonía soltando estrellas; coronando todo el artefacto, una enorme granada que al abrirse en gajos derramó cascadas de fuego azul y prendió cinco bombas alojadas en su interior y que arrojaron con gran estrépito numerosos luceros y rosas. Cuando ya parecía que había concluido la quema se renovó gradualmente la iluminación de toda la estructura y comenzaron a arder de nuevo las doce ruedas italianas, su centro explotó con estruendo infernal y empezó a lanzar al cielo cohetes y bombas con variedad de fuegos y color. Pero lo que más admiró al respetable fue la manera que el profesor talaverano ideó para iniciar la quema del ingenio: lo incendió por medio de una serpiente de fuego transparente y ojos rojos que bajaba serpenteando muy lentamente, como si fuera real, desde uno de los balcones de la Plaza Mayor.