Javier López

NUEVO SURCO

Javier López


Torra y todos los demás

02/10/2019

Lo recordaba hace unos días Emiliano García Page: Quim Torra es el representante del Estado en su comunidad autónoma, su cargo lo es en virtud de la Constitución Española y está ratificado por el Rey Felipe VI, igual que el del presidente de Castilla-La Mancha, Galicia o Andalucía, por poner varios ejemplos. Desde este punto de partida, es aberrante usar esas atribuciones para destrozar la Constitución y el Estado de derecho que le ampara. En esas estamos hoy en España. Un okupa en la casa de todos, y otros dieciséis presidentes autonómicos guardando, con mayor o menor acierto, cada una de las estancias del edificio común. Una gran anomalía entre los presidentes autonómicos. Eso sí, con alguno que otro amenazando de nuevo violentar la convivencia, como el gobierno vasco, que parece despertar ahora de la tranquilidad surgida tras el batacazo del Plan Ibarretxe y amaga con volver pronto a las andadas, a rueda de Cataluña. Pero ahora lo del País Vasco es una preocupación menor.
Porque hoy por hoy Cataluña es el gran problema, con un Quim Torra como personaje distorsionador de la convivencia. Un personaje extraño y confuso que en el tiempo que lleva como presidente de la Generalitat no ha hecho otra cosa más que agitar los ánimos, envenenar el ambiente y servir de correa de transmisión entre el independentismo más radical, ahora con un intento de ramificación violenta, y su jefe ‘en el exilio’, Carles Puigdemnot. Resulta asombroso, cuando no surrealista, como un personaje de este calibre esté presidiendo una institución del Estado como la Generalitat catalana. Es un sinsentido que antes o después el propio Estado tendrá que abordar.  Mientras que España, en su configuración autonómica, sea algo del estilo a ‘Torra y todos los demás’ estamos abocados a chapotear en un charco de grandes dimensiones, porque Torra, como manifestación del independentismo catalán más radicalizado, es un elemento que imposibilita cualquier debate sobre la financiación autonómica, el reparto del agua o el de las cargas fiscales. Hace impracticable el dialogo entre las comunidades autónomas para abordar los grandes temas pendientes.
Pero también es un elemento que distorsiona gravemente la convivencia en Cataluña y entre los catalanes. No hay más que ver lo que está ocurriendo últimamente en el Parlament con resoluciones totalitarias del independentismo enrabietado pidiendo la salida de la Guardia Civil de Cataluña  por la detención de siete miembros de los CDR dispuestos a realizar acciones violentas con explosivos. Es indignante que haya un presidente, en teoría de todos los catalanes, que se dedique a encubrir, mediante la negación de lo evidente, la deriva terrorista de ese independentismo. Queda por demostrar lo que cada vez tiene más visos de ser verdad: Que Quim Torra, en relación estrecha con Puigdemont, ha ofrecido cobertura y protección a la violencia de algunos miembros del CDR siguiendo la filosofía proclamada en público hace justamente un año de ‘apreteu I feu bé d´apretar’. Todo esto resulta de lo más escandaloso y justificaría por si mismo la destitución de Torra para que una persona decente garantice la convivencia entre catalanes y pueda sentarse con un poco de dignidad con sus homólogos de otras comunidades autónomas en la resolución de los problemas comunes.
Sin embargo, la incertidumbre política y la necesidad estratégica de templar gaitas a ver qué pasa el 10N está imposibilitando enfocar el asunto catalán. Se confía en que tras la inminente sentencia del Supremo a  los máximos responsables del Procés el bloque independistas definitivamente haga aguas y que en otra convocatoria electoral catalana prevalezca la tesis negociadora de ERC frente al fanatismo del eje Torra-Puigdemot. Los más pesimistas confían muy poco en esta posibilidad y vaticinan  que el próximo presidente del Gobierno está abocado a aplicar un 155, más duradero e intenso que el anterior. Si gana Sánchez en noviembre, esta vez la iniciativa tendría que ser del PSOE. En cualquier caso, en la resolución del problema catalán es donde nos la jugamos como país y donde se va a ver hasta qué punto el entramado constitucional que nos dimos hace más de cuarenta años es lo suficientemente fuerte para resistir sin problemas durante un largo periodo de tiempo. Mucho más fuerte de lo que pensaron los independentistas catalanes cuando pusieron sobre la mesa, hace un año, el jaque mate al Estado que venían preparando durante los años anteriores.