Ángel Monterrubio

Tente Nublao

Ángel Monterrubio


La cupletista Coralina

09/09/2020

Don Manuel Fernández fue el primero en Talavera que montó en su casa un ventilador eléctrico de corriente alterna para purificar el aire. Setenta y cinco pesetas le costó la broma. Era don Manuel un solterón ‘bon vivant’ delegado de La Flor de Castilla, empresa que fabricaba pastas para sopa y de Astricina, medicamento infalible para combatir toda clase de diarreas y otros males del vientre.
Iba a Toledo una vez al año para hacerse un par de zapatos en casa de Manuel Armesto, zapatero especializado en medidas de pies dificultosos; los suyos más que dificultosos eran penosos, tal era la cantidad de callos y juanetes que soportaban. Comía en el restaurant del Hotel Imperial, su dueño, Guillermo López, le tenía en mucha estima desde que en una Feria de san Mateo don Manuel lo libró de una mano de hostias por meter el cuezo donde no lo llamaban. Después bajaba hasta Zocodover para tomar merengue de fresa con un café en la confitería de Telesforo de la Fuente, dormía la siesta en una casa de putas, limpia, discreta y de confianza en la Puerta del Cambrón y para rematar, asistía a la función del Cinematógrafo Imperial
Don Manuel Fernández estuvo presente la famosa noche en que se montó un escándalo mayúsculo por la intención, los gestos y el tono picaresco con que recitó los cuplés la artista Coralina, que venía de triunfar de manera apoteósica aquel año de 1911 en el Royal Kursaal de Madrid.
Las señoras, en bloque, abandonaron el salón -indignadísimas y escandalizadísimas- hechas un basilisco y lanzando improperios:
-¡Indecente, pecadora, bruja, mala mujer, te has de condenar!
Las menos finas, se calentaron un poco con los calificativos:
- ¡Guarra, zorra, ramera, putón ‘desorejao’!  
La mayoría de los caballeros aguantaron la ‘espantá’. Coralina era una mujer de rompe y rasga y no era cosa de perderse el espectáculo, así que terminaron de ver el número mucho más libres de trabas, coreando y jaleando los estribillos rijosos de la cantante. Las sulfuradas damas, a la mañana siguiente, perseveraron en sus quejas contra la cupletista ante las autoridades civiles y eclesiásticas y la empresa se vio obligada a rescindir el contrato de la artista madrileña.
-Nada, nada, señores, gazmoñerías de provincias– sentenciaba don Manuel Fernández cuando le preguntaban por el asunto en el casino.