Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Diario del año del desastre (VII) Vértigo

03/05/2020

Paso a paso, el Gobierno pretende poner en marcha lo que se ha dado en denominar la ‘desescalada’: primero los niños, ahora los mayores, un ratito y sin desmandarse en este puente radiante del 1 de mayo, sobre el que tantos proyectos hicimos al verlo en enero en el calendario marcado de rojo. Escribo esta, ya séptima, crónica en la noche del viernes, cuando ya tantos y tantos se aprestan ilusionados a salir mañana un ratito a la calle, después de casi cincuenta días de ‘cincuentena’, para tomar contacto con ese entorno al que tuvimos que renunciar, aterrados por la pandemia.
Pero está el vértigo, el tremendo vértigo que entre unos y otros nos han metido en el cuerpo; el exceso de información y de datos y de muertos y de horrores que han vomitado sobre nosotros a diario todos los medios de comunicación, en especial la televisión y las redes sociales; afirman, incluso, que, además de los 220.000 infectados oficialmente en España –la mitad, por suerte, felizmente curados–, puede que haya incluso millones de compatriotas infectados de forma asintomática o de otros modos, y que el peligro de rebrotes de todo tipo es grande. Sabemos, pues, tanto de lo poco que en realidad se sabe, que no me extrañará en absoluto que sean muchos miles de personas las que opten por no salir por miedo al contagio en cualquier esquina de esta ciudad eminentemente sucia, por culpa, sobre todo, de los perros, que es Albacete.
Hace años conocí a un caballero de unos cincuenta años que vivía con tal miedo al contagio de todo tipo, que ni se dignaba a dar la mano ni a acercarse a nadie; era el prototipo del miedo, que yo por aquel entonces no entendía, pero que ahora sí estoy en condiciones de entender. Aquel hombre hace años que falleció, pero pienso que su vida debió de ser un infierno, a todas horas lavándose las manos, la cara, aterrado por el horror de la infección.
Insisto, lo que, desde los medios y las redes, hemos visto en tan largo confinamiento, con su machaqueo diario, ha sido tal, que serán miles los que prefieran mañana sábado seguir encerrados –en especial las personas de alto riesgo– por miedo al temido contagio, por más mascarillas y escafandras que puedan ponerse. Porque hay una cosa que sabemos a ciencia cierta, y es que sin vacuna efectiva, o, y, sin tests practicados a la totalidad de la población, no hay seguridad, ya no digo cero –siempre te puede atropellar un coche o caerte una teja–, sino simplemente eso, seguridad. Parece que el Gobierno se resigna a ese tributo de en torno a doscientos muertos diarios.
La sensación de improvisación, el caos sanitario –saldado a un alto precio y mucho heroísmo, con casi treinta mil afectados–, los bulos, la guerra sin cuartel de los que aprovechan hasta lo más sagrado para obtener votos, han generado este estado de desazón, de angustia y de desesperanza. Hasta los futbolistas de elite exigen seguridad absoluta para seguir jugando, lo cual no deja de ser una burla, comparada con el riesgo que miles y miles de ciudadanos corren al utilizar el metro y los autobuses en las horas punta. Aquí todo el mundo exige, todo el mundo culpa, pero nadie se hace responsable de esa desunión que, como no andemos listos, esta vez sí nos va a llevar a la ruina. Lo que nos desayunamos cada mañana, excepción hecha de la esperanzadora cifra descendente de muertos, huele cada vez peor. Y es que, como ya es notorio, a medida que la crisis sanitaria empieza a superarse, emerge en el horizonte la más temible crisis económica que imaginarse pueda, lo que pudiera desembocar en una más que preocupante crisis social y, por consiguiente política. Sólo la unión y el sacrificio, demostrado únicamente hasta ahora por el gremio de la Sanidad, podrán sacarnos de este terrible atolladero, pero visto lo visto, las esperanzas menguan…