Bienvenido Maquedano

La espada de madera

Bienvenido Maquedano


Sitio

22/10/2019

Debe rondar los setenta. Todas las mañanas me lo encuentro cuando voy camino del trabajo, con su sombrero y un chaleco naranja de obra. Apenas a cincuenta metros de casa hay un colegio. A eso de las ocho aparecen niños de todos los rincones, bien forrados con impermeables y botas de agua, que van hablando con sus padres en media docena de idiomas. Todos confluyen en un paso de cebra frente a la entrada de la escuela. Allí está siempre, llueva o no, el individuo del chaleco con sus gafas metálicas, su pelo blanco y su cara de persona que tiene un buen motivo para madrugar y vestirse. Cuando llega un grupo de niños, el hombre se planta en el paso de cebra, dando la espalda al tráfico, abre sus brazos en cruz y muestra a los coches una señal de stop. Así, arropando el cruce de los críos y dando un centenar de buenos días, el tipo conserva el aspecto saludable y feliz de viejo guardián de la tribu.

Mi camino sigue por un parque. A ella la veo menos, creo que depende de cómo esté el día o de las reservas de pan duro que haya acumulado. Jubilada, pequeña, abrigo azul. Su sitio es una pradera rodeada de árboles altos, con los zapatos enterrados en la hierba; allí esparce migas. La cosa no sería extraña salvo por el detalle de que en lugar de palomas, no muy abundantes por aquí, las aves que alimenta la buena mujer son cuervos del tamaño de gallinas. El primer día la imagen me pareció terrorífica: una anciana rodeada por decenas de pajarracos negros que parecían a punto de saltar sobre sus ojos. La viva representación del miedo. Después me he acostumbrado y dejado a un lado los refranes populares, los poemas de Poe y aquella película de Hitchcock, y sólo veo a una mujer feliz (por no hablar de los cuervos).

Ya cerca de la oficina está el sin techo. No sé de dónde es porque sólo dice bonjour con el acento al final de la palabra. Se sienta delante de una panadería, en un escalón, y pide limosna con un vaso de papel. Cuando no saluda, canturrea bajito. Si llueve, no busca refugio. Mira a la gente, al tráfico, al cambio de colores del semáforo y huele el aroma del pan fresco cada vez que un cliente entra a la tienda. No me atrevería a decir que es feliz, pero que me maten si no lo parece. Dos viejos y un vagabundo parecen tener el secreto. Tal vez la vida sólo consista en encontrar tu sitio. El paso de cebra, la pradera de los cuervos y el escalón de la panadería ya están ocupados.