José María San Román Cutanda

A Vuelapluma

José María San Román Cutanda


Alfonso Ussía y Karl Popper

15/02/2021

Como respuesta a mi envío habitual de esta columna semanal a un grupo de amigos, uno de ellos me hizo llegar un vídeo que, según me dicen, se está haciendo viral. En él, Alfonso Ussía lee ante sus nietos una carta dirigida a la ministra Irene Montero en relación a la recién descubierta niñera que tiene para sus hijos en un despacho aledaño al suyo en las instalaciones del Ministerio que dirige. Con su fina ironía, heredada seguramente de su genial abuelo Pedro Muñoz Seca, el periodista se ofrece a la señora Montero como cuidador de sus hijos por la mitad del sueldo que cobra la actual titular del puesto, así como hace algunas consideraciones al respecto con su estilo tan propio como socarrón.
Mi intención hoy no es juzgar a ningún partido político, si bien estoy firmemente convencido de que una de las bases del Estado de Derecho está en condenar los ilícitos procedan de donde procedan. Tampoco pretendo poner en la picota a personajes concretos de la vida política de hoy, aunque me parezca que algunos de ellos -de cortes políticos muy dispares, por cierto- están llegando al cenit del despropósito y la estulticia. Lo que me preocupa hoy, que me preocupa mucho y que tiene que ver directamente con ese culmen, es la capacidad de comulgar con ruedas de molino que un porcentaje de españoles en aumento parece estar adquiriendo en sus opiniones y actuaciones. Me refiero con esto al nivel de permisividad acrítico y pusilánime que se está concediendo a nuestros políticos y dirigentes de unos y otros lados basándose en el manido y peligroso argumento de la tolerancia.
En 1945, el filósofo austríaco Karl Popper publicó una obra titulada La sociedad abierta y sus enemigos, donde habló sobre uno de los puntos que con mayor interés conforman su pensamiento filosófico: la llamada ‘paradoja de la tolerancia’. En ella, se manifestaba así: «La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia». En esencia, la idea de Popper es clara: el exceso de tolerancias y el hecho de que la tolerancia no esté dispuesta a combatir a la intolerancia conduce irremediablemente a que ésta sea el modelo imperante.
La intolerancia emponzoñada no es sino un mecanismo diseñado por mentes cerradas para menospreciar y eliminar todo aquello que, generalmente por miedo a que les eclipse, se les hace demasiado grande. El intolerante, como el envidioso, es un experto en el arte de usar ‘el don del algodón’ del que escribió Quevedo. Utiliza técnicas muy sutiles y orquestadas para fagocitar al enemigo que tiene enfrente, hasta el punto de buscar en ello una forma de ser algo para suplir el hecho de no poder ser alguien. Por eso, la envidia es una forma bastante visible de intolerancia; y el envidioso, un intolerante crónico, que devora sin piedad ni criterio aquello que le hace sombra, sea o no beneficioso incluso para sí mismo. La reflexión de Popper gira en torno a la idea más grave que se puede tener del intolerante, y es que suele disfrazar su intolerancia a través de la suma tolerancia, valiéndose para ello de usar capciosamente conceptos como la democracia, que es bastante más amplia y más lógica que el dispendio pseudointelectual de quienes protagonizan la paradoja de referencia. La consecuencia de este procedimiento es bastante fácil de deducir: si se admite la absoluta tolerancia, se crean grupos y grupúsculos de todas clases y condiciones que se basan en que, en principio, toda la sociedad acepta sus criterios; pero, al final, esos grupos crean lealtades que se convierten en divergencias, y de ahí nace necesariamente el enfrentamiento de unas con otras en busca de su legitimidad. He ahí la suma intolerancia, un laissez faire anárquico que se convierte en totalitario. ¿Le suena esto de algo? A mí, de mucho.
En la lección que saco de Ussía está mi crítica: no se puede permitir ni un minuto más que los españoles sigamos comulgando con ruedas de molino ante cuestiones que son absolutamente intolerables y que van contra los sustratos esenciales de nuestra nación y de nuestra democracia. Sea quien sea quien perpetre cualesquiera atentados contra los rudimentos patrios, hay que decir alto y claro que su actitud es intolerable, pero desde la intolerancia lógica y racional. Lo que el periodista hizo con el escrito que leyó en su vídeo no fue otra cosa que una forma satírica e inteligente de salirse de la insana tolerancia total, manifestando abiertamente aquello que, a su parecer, resulta intolerable. Por lo tanto, se esté o no de acuerdo con él, cuestión que no nos atañe aquí, lo cierto es que su sola voluntad de dejar de ser parte de esa masa de la que hablaba Ortega, de exponer sus consideraciones y de hacer pensar al prójimo lo hace merecedor, como mínimo, del respeto de quien lo lee. Si consideramos, como así parece, que esta suma intolerancia disfrazada es una tendencia en alza, estoy con Chesterton en que «un hombre puede combatir una afirmación con un razonamiento; pero una sana intolerancia es el único modo con que un hombre puede combatir una tendencia».
Es imprescindible acentuar el sentido crítico para poder opinar, para tener el valor de hacerlo y para hacerlo con criterio. Y para conseguirlo, lo primero que se necesita es una educación que lo propicie con eficacia. En eso, los países de nuestro alrededor nos llevan diferencia. El pasado quince de enero leí en El País una columna de Fernando Savater titulada Palabras, donde decía: «una de las cosas admirables que tiene Francia es el tozudo afán de apoyar en la cultura su política tanto nacional como internacional». Y creo sinceramente que cada día somos más los que envidiamos a los franceses en esta concepción de que toda su política está basada en la cultura. En 2021, Savater tiene tanta razón como la tuvo en el siglo XIX Joaquín Costa cuando pidió para los niños de su tiempo despensa y escuela. Ahí está la clave de una sociedad verdaderamente abierta y democrática: en combatir a la intolerancia llamándola por su nombre y apellidos, y en arrebatar sus puestos públicos a quienes, desde esa suma y petulante tolerancia, son sembradores de esa intolerancia camuflada que cada día se nos hace más tediosa. Y para lograrlo, hace falta empezar por lo más básico: despensa y escuela frente a pan y circo.