Bienvenido Maquedano

La espada de madera

Bienvenido Maquedano


Mancillo

02/03/2021

Era un hombre de palabras justas, mensaje recto y retranca sutil. Fue el albañil más respetado del pueblo, un entendido del oficio al que confiar tu casa desde los cimientos a la chimenea. Nadie era tan fuerte ni fumaba como lo hacía él, manteniendo la colilla en la comisura de los labios mientras hormigonaba una zapata o aplomaba un pilar. Nadie tendía las cuerdas tan niveladas, ni subía las paredes de ladrillo con más destreza, ni enfoscaba con mayor finura. A pesar de la redondez de su barriga, trepaba ligero por los andamios y desafiaba al vértigo de los tejados como un deshollinador londinense. De crío podía pasarme horas viéndole cribar arena contra el somier viejo de una cama, bailar el cedazo y arrancarle un sonido a crótalo caribeño, o crear con la pala un volcán de arena, agua y polvo de cemento. A punto de la jubilación, adiestró a un puñado de aprendices atolondrados en el oficio mientras levantaba el museo de la cerámica, sin elevar la voz, con la autoridad que imprime el prestigio.
La huerta de Mancillo ribetea el margen derecho del camino que lleva a la ermita de Bienvenida. Un buen pedazo de tierra alargado con una casilla y algunos árboles de buen porte. Como casi todas las cosas de los alrededores del pueblo, la huerta queda fuera del redondel del término municipal. No era raro ver a Mancillo - gorra, pantalones caídos, palillo entre los dientes- cavando surcos o arrancando matas. Entonces le lanzabas un saludo y él se incorporaba sobre las piernas bien abiertas, se diría que enraizadas, y respondía con un ‘¡Hey, Bienve!’ Un sábado de invierno, la niebla agarrada al suelo, el vaho saliendo de las bocas, Mancillo se acercó al camino y me invitó a un botellín. Cortó a navaja un pedazo de pan y otro de queso y le dio por hablar. Así me enteré de una fracción de la vida de aquel hombre de cejas densas y mirar directo; así supe que resucitó más de una vez, que sobrevivió a caídas al vacío, que se quedó colgado de una ventana, que fue de los Regulares y patrulló de noche las cabilas magrebíes. Así vislumbré lo grande que puede ser un hombre sencillo de pueblo, las historias que guarda la gente que pasa por la vida sin contarla, sin que nadie la cuente.
La huerta se ha quedado vacía. No sé lo que durará la caseta en pie, cuánto tiempo pasará hasta que la tierra fértil y oxigenada se cubra de vegetación salvaje. Por mi parte, seguiré buscando su silueta disuelta en el atardecer, atento a su saludo parco, al sonido de la azada cortando el suelo, cada vez que vaya por ese camino, hacia la ermita.