Javier López

NUEVO SURCO

Javier López


Indepes bailones

10/02/2021

Serán unas elecciones, las catalanas del próximo  domingo, extrañas y sobrevenidas, como un gran postizo electoral  en medio de la pandemia más brutal en un siglo, como una excepción alimentada por unos políticos que llevan más de diez años echados al monte en el ejercicio de trapisondismo y deslealtad más grande conocido en sistema democrático, sostenido y consentido, frenado en los límites de la ruptura por un Poder Judicial al que desde Mariano Rajoy se le ha encomendado la tarea peliagudísima de ponerle dique al gran despropósito.
Porque, más allá de lo estrictamente judicial, en Cataluña existe un problema político, como gustosamente cacarea la reacción independentista. Ciertamente existe un problema de no comprender y valorar del todo el aporte incomparable de la catalanidad al conjunto del país, un problema ya viejuno                          que pesa demasiado en nuestra historia, pero existe también el problema palpitante de la revuelta reaccionaria, carcundiosa y brutal de un independentismo que no querrá nunca jamás integrarse en el proyecto común, que no hará otra cosa que dinamitar los puentes, con una o con otra estrategia, a fuego lento o a ritmo de traca veloz y  final como vimos con Puigdemont.
Lo del independentismo catalán no son fuegos de artificio, está pensado, calculado y llevado a sus últimas consecuencias en el desafío de 2017 que llevó a parte de la cúpula a la cárcel. Ahora esos políticos presos salen de su encierro a dar mítines y a proclamar a los cuatro vientos que se encuentran en fase de repliegue pero que lo volverán a intentar. Ven posible y factible, a medio plazo, el sueño envenenado de la república catalana,  esa república  que no solamente liquidaría el proyecto de España sustentado en la Constitución y nutrido por siglos de historia sino que además supondría la segregación de cerca de la mitad de la ciudadanía catalana, su exclusión, su condena al ostracismo. Una ciudadanía que ya se ha sentido fuera de lugar, marginada y ninguneada, con décadas de gobiernos nacionalistas y que de llevarse a cabo el escenario final anhelado por los independentistas quedaría cercenada, desprovista de las libertades básicas, obligada al exilio para vivir con un mínimo de tranquilidad. Principalmente la oposición frontal al independentismo catalán es una tarea en favor de la libertad y de la democracia que tiene que ser para todos en el territorio de Cataluña.
Con este panorama, las elecciones más extrañas de todas las que ha tenido Cataluña a lo largo de su historia, se nos presentan con un Salvador Illa tal que canto magistral a la ‘conllevancia’ que proclamaba Ortega y Gasset como único bálsamo posible al problema catalán. Venía a decir el maestro que como la tensión continua entre Cataluña y el resto de España es irresoluble no queda otra que buscar soluciones que aminoren el dolor y nos permitan convivir, porque la ruptura es, a su vez, tan imposible como el enamoramiento. Illa es ese analgésico para soportar el dolor de cabeza, es ponerle paños calientes al dilema tras un calentón de primera en los últimos años, es templar gaitas con descaro y furor a ver qué es lo que va pasando y que las aguas vuelvan a algún cauce aceptable por más indefinido que sea.
Y lo cierto es que hay una especie de guión prestablecido antes de que las urnas hablen, una hoja de ruta según la cual el ponderado, educado y moderado Illa sería el presidente de una Generalitat más centrada tras el despelote de los últimos años, con una ERC asistiendo al gobierno como maestra de ceremonias y total mando en plaza, mientras los indultos son tramitados, y al mismo tiempo que aprovechando la gran tajada en el gobierno de Madrid, con Pedro Sánchez proclamando desde todos los púlpitos que España y Cataluña se han reconciliado gracias al buen hacer del diálogo y el talante.
El problema de esta conllevancia, que no deja ser un tanto impostada, es que todo queda a gusto de la parte independentista en el momento en que se acepta que el terreno de juego en el que nos movemos es un conflicto entre España y Cataluña, como si de dos países se tratara. Jugando en ese terreno de juego, asumiéndolo como el único válido, el independentismo se reconciliará o se enfadará con España (la otra parte del ‘conflicto’) según le convenga. Por eso saben que tienen la sartén por el mango y que se pueden permitir el lujo de ser los ‘presos políticos’ más dicharacheros y bailones de todo el orbe democrático.