Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Un concierto muy recomendable

18/01/2021

Los que andamos desde hace años metidos en esto de la literatura, sabemos bien el tejemaneje infame de las grandes editoriales y el daño que le están haciendo a los grandes géneros literarios, apostando siempre a caballo ganador y haciendo que el lector sin excesivas luces lea lo que a ellas le interesa.
Digo esto a cuento del libro que me ha salvado esta Navidad soporífera, seguida de la gran nevada, la gran helada y la gran cagada del conjunto de inicuos que, por pura estupidez, y pese a los avisos a navegantes, han infectado a media España (la otra ya lo estaba). El libro en cuestión lleva el sugerente título de Concertino para Tonto y Orquesta, y les aseguro que, si les interesa, no les va a resultar fácil obtenerlo, por su breve tirada. Su autor, Enrique Cantos Lodroño, y la editorial en que ha visto la luz Altabán, con una bella y sugerente portada de los hermanos García Jiménez.
Empezar un libro con un Introito profano parodiando el Ulises de Joyce –«Me acercaré al altar del tonto, que ha sido la amargura de mi vida…»–, ya es motivo suficiente para arrellanarse en el sillón y esperar lo mejor, como se espera de un Courvoisier. Poco tiempo hay que esperar para que el deleite empiece a actuar sobre ti: «El tonto arruina cualquier empeño –dice el narrador–. Y de haber hilado fino, Moisés, en vez de ranas, mosquitos o tinieblas, habría llevado a Egipto tres o cuatro docena de tontos, en la seguridad de que el faraón, cautivo y desarmado, todavía estaría haciendo penitencia por sus maldades».
No, no estamos ante un libro cualquiera, no. Desde el principio el Concertino te atrapa, te divierte, te arrulla, hasta el punto de preguntarte: «Señor, ¿no seré yo uno de ellos? ¿Un tonto místico, un tonto hispánico, un tonto global, un tonto al cuadrado, un tonto con balcones a la calle?». Porque todo pudiera ser, y además, el que esté libre de pecado, ya se sabe… Además, ¿quién no ha hecho el tonto alguna vez?
Pero es evidente que el autor no se ensaña, de Quevedo y Gracián tiene la punzada justa, el pellizco de monja, pero, sobre todo, el estilo. La escritura te arrastra tanto o más que el humor, la ironía e incluso el sarcasmo. No estamos ante un libro trivial de esos que abundan en los estantes de las librerías, no, estamos ante un clásico, perfectamente documentado, una obra trabajada a lo largo de años, estructurada y servida con deleite. Un libro que sigue el archidogma de Molière: Castigat ridendo mores. Humor y moral, pero también profundas dosis de experiencia vital. «En la vida práctica –escribe Cantos –, un tonto es sólo un incordio; diez tontos un suplicio; pero varios miles de ellos pueden hacer historia».
¿Quién no conoce al menos a uno que te va haciendo la puñeta desde tus primeros años? Todos tenemos nuestra cruz y a menudo somos cruz de otros. De todos modos, el tonto que disecciona Enrique Cantos es el que, de manera incontinente, va  a lo suyo, sin importarle nada más. De ahí el axioma: «El tonto vive del listo, y el listo de su espinazo». Evitarlos, en opinión del autor, es un proceso completamente inútil. Lo único que podemos hacer es huir, porque con ellos no hay herramienta que valga.
Por el libro desfila todo un batallón de figuras, desde el caradura que, sin pudor ni respeto, se acomoda sobre la espalda ajena, a la retahíla de tontos hispánicos (el del Bote, el del Capirote, los célebres Juan Lanas, nacido en Cantimpalo, Juan Palomo y Juan Topete, Perico de los Palotes, Perogrullo, Pichote, pardillo cañí, y los consabidos Bobos, el de Perales, el de Coria, Juan Martín ‘Calabacillas’) pasando por un amplísimo catálogo en el que jamás podrían faltar los que hacen oficio de la política. Nada extraño que, con Gracián, el autor termine confesando que «Tontos son todos los que lo parecen, y la mitad de los que no lo parecen». Por eso, lo único que una persona cabal puede hacer es decir con Pedro Saputo: “Dios nos libre de tontos: amén”. Y de ahí también que yo desafíe al lector de este artículo a localizar este Concertino para comprobar si también figura él. Quedar exento es como quitarse una losa de encima.