Ángel Monterrubio

Tente Nublao

Ángel Monterrubio


Eulogio, el Sayagués

19/10/2022

Eulogio, el Sayagués
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«Una feria de septiembre lo volteó al descuido un becerro suelto.Quedó envarado como muerto»
El señor Eulogio, el Sayagués, vendía a los tratantes, en los mercados y ferias de ganado de media España, blusas, sobre-pantalones, impermeables, paraguas, boinas, gorras, tijeras de marcar reses, libretas, garrotas y varas. En Talavera montaba, invariablemente, su tenderete de lona azul a la entrada del teso, entre los pilares de hierro de una gran valla de publicidad de piensos Biona. Chaparrete, pelo ceniciento, piernas arqueadas, narigudo, boca pequeña en la que sólo quedaban tres o cuatro negros rancajos que escarbaba constantemente con la punta de un palillo que después se llevaba a la nariz para olisquearlo. Serio de semblante y movimientos lentos y ceremoniosos.
 Una feria de septiembre lo volteó al descuido un becerro suelto. Cayó de mala manera. Quedó pálido, envarado, como muerto y no se enderezaba de los riñones. Al levantarlo, no conocía ni sabía donde estaba. Lo llevaron, a la sillita la reina, entre Naufer Fernández y 'Manín' Remesal hasta el quiosco de San Isidro. Allí, Fausti le preparó una manzanilla doble y lo estuvo abanicando un buen rato con un calendario de Abonos El Bosque para ver si se le pasaba el mareo. De cuando en vez Eulogio, el Sayagués, ponía los ojos en blanco y se lamentaba muy quedo: «¡Ay, mi madre! ¡Ay, mi madre!»
Viendo que no mejoraba, al terminar la feria, lo montaron en el taxi de Pijulina y arrearon con él donde el tío Isaac, el curandero de Arenas de San Pedro, que le dio unas buenas friegas con alcohol de romero en la rebotica del bar Castilla, entre pilas de cajas de cervezas El Águila, sacos de serrín y botes de toreras La Española. Pero la cosa no fue fácil. Tuvieron que agarrarlo recio entre cuatro porque Eulogio, el Sayagués, se retorcía como un poseso y lanzaba puñetazos a diestro y siniestro. En cuanto le puso el sanador los dedos encima los alaridos y las blasfemias se oyeron en Guisando, perdió de nuevo el conocimiento y se meó en los gastados pantalones de mahón. Pero las cuerdas, con el sobo y los traqueteos del viaje, debieron volver a su sitio porque ya salió del establecimiento por su propio pie y al siguiente mercado quincenal estaba como un reloj al frente de su negocio con el palillo en la boca.