Javier López

NUEVO SURCO

Javier López


El carril central

27/05/2020

Iniciamos el luto, el más largo de la historia en nuestra democracia. Tiempo para la  memoria, tiempo de homenaje a una generación que ha quedado azotada como ninguna otra por el zarpazo del Covid-19. Celebraremos el día de Castilla-La Mancha al final de la semana con crespón negro y banderas a media asta, y no será un día festivo sino de recuerdo. El duelo es necesario, dignifica el dolor y es la liturgia debida para rendir honores a los que se nos han ido. Pero además  del luto necesitaríamos ahora unidad en los objetivos. Tenemos la suerte de vivir en el espacio europeo y no en Estados Unidos. Tenemos la suerte de vivir en un espacio donde el carácter público de la sanidad sigue siendo algo incuestionable, por poner un ejemplo que nos ha tocado de lleno en la gran tragedia que hemos vivido.
Aunque hay imágenes de la factoría USA que nos pueden servir como comparativa en otros sentidos. La zona cero del drama provocado por la pandemia queda atrás, o mejor dicho, queda como quedó el espacio de las torres gemelas una vez que fueron derribadas por los terroristas en 2001.  Quien pasó por Nueva York en los años inmediatamente posteriores a los atentados recordará perfectamente el inmenso socavón acordonado con vallas metálicas. Dentro, los obreros con sus máquinas se afanaban en ir reconstruyendo algo, de alguna manera, con diligencia y según los planos establecidos por la comisión encargada de levantar de nuevo allí un rastro de civilización que salvará aquel orgullo tan herido.
Ante la dimensión de la catástrofe, en Estados Unidos se produjo el efecto de ‘cierre de filas’. Las diferencias entre demócratas y republicanos eran solamente de matiz, lo importante era colocarse todos tras el objetivo común. En nuestro país ni siquiera nos aproximamos mínimamente al cierre de filas tras una catástrofe de las dimensiones del Covid-19 a su paso por España. Los políticos escenifican sus diferencias y las amplifican para contentar a sus bases más radicales, estamos sumergidos en un tenebroso juego de la confusión donde nada es lo que parece. Los dos partidos que se sitúan en el extremo del abanico  pretenden presentarse como los mayores defensores de la Constitución. Defienden aspectos parciales de la misma con una mano pero la dan manotazos con la otra. A un partidos que, rectificando el rumbo de los últimos meses, adopta una posición de Estado se le tacha de veleta y traidor. El presidente del Gobierno pacta en secreto nada menos que la derogación de todo el entramado laboral con los herederos de un partido que hasta antes de ayer daba cobertura ideológica a una banda terrorista. ¿En que mundo vivimos?. Es impensable así cualquier atisbo de cierre de filas, ni siquiera de una mínima unidad.
Así difícilmente vamos a conseguir levantar algo sobre el socavón que se nos ha quedado. Habría que apelar a un gran pacto de Estado sobre la base de los valores de la Constitución. Pero necesitaríamos personas que sepan tender esos puentes, abrir espacios amplios. Durante esta crisis hemos visto políticos de diferente signo que están en ese perfil:  Emiliano García-Page, José Luis Martínez Almeida, Margarita Robles o Alberto Núñez Feijóo. A cualquiera de ellos se le ve con capacidad y ánimo  para ponerse detrás de nuestra bandera conjuntamente, ser los abanderados  encabezando la manifestación del decoro público y la autoestima nacional. Promoviendo un gran cierre de filas para liderar un proceso de reconstrucción. Necesitamos un grupo de políticos con amplitud de miras y diferentes ideologías que cojan nuestra bandera común y la libren de usos particularistas. Porque la bandera, al final, es la representación de unos valores que hoy en España siguen compartiendo más del ochenta por ciento de los españoles. Valores esenciales que son la columna vertebral del pacto constitucional de 1978: la unidad del país con un reconocimiento muy amplio de su diversidad, la economía de mercado con un fuerte componente social y de solidaridad, y la defensa de las libertades públicas e individuales. Eso es lo que representa nuestra bandera, la que fuimos capaces de poner en pie en 1978.  Lo demás son efusiones sentimentales o identitarias cuando no apelaciones al odio  o a la apropiación indebida de un símbolo de todos. Necesitamos que esos mismos políticos de mirada amplia habiliten un gran carril central por donde intentar salir del socavón que hoy ni siquiera alcanzamos a medir en toda su amplitud.