Pilar Gil Adrados

Entre Encinas

Pilar Gil Adrados


Emparrados

25/06/2020

Cada día nos ofrece nuevas noticias sobre la repercusión sanitaria, económica, social e incluso política que conlleva la propagación de la enfermedad Covid-19. Se exploran los efectos de la pandemia de influenza H1N1 en 1918, de la Gran Recesión de 2008, de la Gran Depresión de 1929 o la reacción de los consumidores chinos durante el SARS en 2003. Se comparan tiempos pretéritos con actuales y regiones que no comparten similares geografías, economías, culturas o políticas, aunque el análisis comparado siempre será más útil cuanto más capaces seamos de discernir entre variables dependientes e independientes que influyen en un acontecimiento.
En la tarea de conocer, el ser humano emplea la imaginación, creativa y sorprendente, para plantearse teorías que le expliquen lo que sucede y se vale de la curiosidad para buscar causas. No obstante, le es tan importante al hombre teorizar como verificar lo que supone porque no le son de gran provecho las conjeturas que no se corresponden con la realidad.
Cada vez tenemos más información a nuestro alcance para ensanchar el horizonte de nuestro saber sobre el mundo. Pero este saber más ancho depende no solo, por supuesto, de la calidad e integridad de la información, sino del rigor científico empleado en el proceso cognitivo. En caso contrario, solo iremos con nuestra opinión por delante sobre lo que no alcanzamos a saber o con la tautología, lógica pero inútil. Es como ponerte a comparar tasas de escolarización en inglés en los distintos países y ofrecer como resultado de la esforzada pesquisa que hay una abismal diferencia entre Reino Unido y Rusia. Para ese viaje no se necesitaban alforjas.
Esa sensación de inútil esfuerzo me pasa con algunos sugerentes nuevos conceptos. El otro día leía una noticia sobre arquitectura bioclimática, basada en los innovadores principios de construcción del standard alemán Passivhaus, que recomendaba la orientación de las fachadas al sur para asegurar la captación y la protección de la radiación solar. Practica que es común en nuestra latitud desde hace siglos. Lo corroboran las casas griegas y romanas de los hallazgos arqueológicos y lo atestiguan los clásicos como Sócrates o Esquilo. Refieren en sus escritos como las casas griegas orientaban su fachada principal con pórtico al sur. De esa manera,  en invierno, cuando la trayectoria del sol es más baja, pasaba la luz y el calor del sol entre las columnas del pórtico iluminando y caldeando las estancias. En verano, el arco que dibuja el sol es más alto y el tejado del pórtico proyecta sombra refrescando la casa.  
Los romanos siguieron empleando esta técnica y, de hecho, hoy en muchas casas de campo se dispone de un emparrado que hace las veces del tejado del pórtico griego cuando se cuaja de hojas en verano. Cosiendo la vela, entre mis obras favoritas de Sorolla, nos habla de la utilidad de las pérgolas naturales. La fuerte luz se tamiza con el toldo de hojas, de las ramas de la vid trepadora, e ilumina la escena bajo el emparrado. Lo más evidente, la rutina de los pescadores, no es lo  trascendente, la maestría con la que la luz inunda el espacio y los colores estivales ordenan la composición.