Luis Miguel Romo Castañeda

Tribuna de opinión

Luis Miguel Romo Castañeda


Contra el statu quo: Puy du Fou

15/04/2021

Nunca hemos corrido mayor peligro que ahora. Los milenarios pilares de Occidente se encuentran al borde de la quiebra, caricaturizados por el decoroso totalitarismo que surgió en los campus norteamericanos durante la década de los sesenta, y cuya única razón de ser es la transformación del Homo sapiens al Homo sentimentalis: la corrección política. Las sonadas patrañas terraplanistas y las milongas extraterrestres, a las que hemos estado acostumbrados durante tanto tiempo, han pasado a mejor vida. Ahora, nuestro globalizado imperio tecnológico nos ha hecho más ingenuos y manipulables que nunca, y en su lugar ha hecho que matemos el tiempo dilapidando lo único que nos ha conseguido unir durante cada uno de los segundos de nuestra existencia: nuestra historia. Sin ser conscientes de lo que estamos cultivando, y carcomidos por la emoción, revisamos y reescribimos cada una de las páginas que compilan nuestros miles de años de historia. Sin ápice alguno de razón, evidentemente.
En este sentido, en el macabro fondo de toda esta pestilente fosa, y para no romper la costumbre, se encuentra España. Sin embargo, esto no es algo nuevo, que se sepa. El ilustre Pérez-Reverte siempre ha dicho que «no hay nadie que se suicide con tanta naturalidad como un español con un arma en la mano o una opinión en la lengua». Razón no le falta. Un país sin memoria es un país sin futuro. Y, seamos francos, la nuestra se encuentra bajo cierre por liquidación. No hay que ir muy lejos para recordar los brutales derribos de la memoria de ilustres literatos como Miguel de Cervantes, de nuestras plazas; las deseadas censuras de espléndidos artistas como Goya, de nuestros museos; o los casi destierros de magnánimas ciudades, como Toledo, de nuestros callejeros. Eso, por no mencionar las surrealistas e histéricas manifestaciones realizadas por estas monjitas de la caridad contra la titánica Isabel La Católica. Sus sentencias, las de siempre: hacer apología del fascismo. Y esto es algo que más tarde o temprano hay que asumir, porque hemos llegado al punto de ejecutar públicamente por brujería a todo el que ose a denunciar la injuriosa banalización del calificativo fascista. Así que, siendo claros, el panorama es más que preocupante, por no decir alarmante.
Por fortuna, entre tanto jueguecito inquisitorial, han tenido que venir los franceses a sacarnos las castañas del fuego ante nuestro silencioso y romántico camino al matadero. Y es que, al parecer, ha llegado a las campiñas toledanas el acérrimo espíritu de Carlomagno; y no precisamente solo. Lo ha hecho acompañado de lo que, en mi humilde opinión, es el reflejo de su personificación: Puy du Fou. Un parque temático dispuesto a convertir por segunda vez a Toledo en el ungüento que vuelva a unificar nuestra argamasa, nuestra historia. Y vuelvo a recalcar: por segunda vez. Pues la X no podía estar en mejor lugar del mapa.  Aunque sean pocos los oídos conocedores de tal gesta, hace mil quinientos años, Hispania resurgió de las cenizas gracias a que Toledo se convirtiera en el faro de Occidente. Un hito que fue obra de unos señoritos que, llegados también de las estepas del norte, esparcieron su sangre por medio continente. Sí, estoy hablando de los furibundos visigodos. Padres de Europa para los lúcidos, y como no iba ser menos, del fascismo para los tontos.
No me cabe la menor duda de que Puy du Fou supone una oportunidad de conocer nuestro pasado, con sus luces y sus sombras, por supuesto. Pero con integridad y sin complejos. El poder de sus espectáculos para captar nuestros sentidos es tan potente que, llega un momento en el que dejas de aprender historia para enamorarte de ella. Más allá de sus castillos de fuegos artificiales, Puy du Fou termina por girar en torno a una palabra por la que confieso padecer de cierta toxicomanía: pedagogía. Una pedagogía necesaria para solventar las amargas palabras de la célebre Carmen Posadas, quién tan sabiamente suele afirmar que «no ha habido peor país que haya vendido peor su pasado que España». Necesitamos de esa pedagogía porque nuestro futuro lo tenemos ahí, a la vuelta de la esquina. Porque quienes están a la espera de la toma de ese relevo, nuestros prometedores millenials, suelen ser más dados a concurrir a alguna de nuestras infinitas casas de apuestas antes que una de las solitarias salas de nuestros museos. Tal vez, como consecuencia del continuo desangrado que han sufrido las Artes y Humanidades en cada uno de los esperpénticos modelos educativos que hemos padecido, y que lo único que han formado son jóvenes sin la necesidad de conocer su cultura.  Y por supuesto, porque si queremos que el día de mañana haya valientes que libren batalla por lugares como la Vega Baja de Toledo, que tan escasos están hoy en día de espartanos, es necesario que actúen con causa de conocimiento. Porque el futuro que nos espera es lúgubre y oscuro, y necesitaremos afrontarlo con la mayor lucidez posible.
Como es fácilmente deducible de su lectura, no pretendo hacer de mis renglones un panfleto publicitario. Tan solo, y a raíz de una de las preguntas de un asistente a una de mis ponencias, dar mi versión personal sobre este lugar tan políticamente incorrecto. Porque hemos dejado nuestra historia a merced de un sentimentalismo tóxico que ha formateado cualquier atisbo de racionalidad y que, en consecuencia, hace que hoy nos enfrentemos a un monstruoso adamismo que está destruyendo nuestra cultura desde dentro. Y que teniendo en cuenta que esa alimaña es alimentada por canallas y oportunistas de todo tipo, mediante el pago de la hipoteca a los guardianes que compran sus voluntades y la muerte civil al disidente: Puy du Fou es necesario. Insisto, es necesario por ser un soplo de esperanza frente al tenebroso entierro de nuestra identidad, un foco de resistencia para que no volemos por los aires, una oportunidad para que salgamos de la tétrica fosa en la que ingenuamente nos hemos metido. No soy futurólogo, pero ojalá la estancia francesa por tierras toledanas sea lo suficientemente larga como para darnos los mecanismos suficientes para hacer frente a quienes han decidido traspasar cualquier tipo de línea roja sin ser capaces de distinguir la realidad de la ficción. Así que, dada la seriedad del asunto,  permítanme decir con estremecedora honradez: ¡Benditos francos, y bendito Puy du Fou! A fin de cuentas, desde este bastión se está luchando para que nadie con un mínimo de decencia quiera que Troya vuelva a arder.