María Ángeles Santos

Macondo

María Ángeles Santos


Toca hablar de mi libro

31/10/2019

Ahora que Franco ya no es el huésped de honor del Valle de los Caídos; que ha descendido el nivel de ruido, porque en Cataluña suenan más fuerte; que comienzan a oírse, tímidamente, los eslóganes de campaña a través de megáfonos y coches-anuncio. Ahora, que aún no es el Día de Difuntos, pero ya es casi puente, ahora toca hablar de mi libro.
He esperado pacientemente, mientras escuchaba, leía y veía de todo, y en todos los sentidos. Me he tenido que refugiar tras la puerta para que no me salpicase el odio de algunas declaraciones, y me he tapado los oídos para que no volverán a contaminarse con cánticos infames, que ya creía tener borrados de la banda sonora de mi vida. 
He discutido, faltaría más, con los que han querido ver cosas raras en el «desenterramiento», con los que lo han dejado todo en un oportunismo puntual y con los que opinaban que no era el momento de pedir cuentas sobre muchas más cosas a la prepotente y altiva familia del dictador.
Y ya toca hablar de mi libro. Seguro que muchos de vosotros tenéis un libro similar. O, al menos, habréis oído de alguien que lo tiene, familiar, amigo, vecino... Durante los días previos y posteriores a la exhumación-inhumación del dictador, he pensado mucho en mi padre. Mejor dicho, he pensado en qué pensaría mi padre de todo esto. 
En unas semanas se cumplirá un año desde que nos dejara. Y estoy segura de que no se hubiera despegado de la tele; que hubiera encontrado un hijo o un nieto a quien hablarle de ese misterioso lugar del norte de España, casi el fin del mundo, en que supuestamente murió su padre, represaliado tras acabar la guerra. Habría vuelto a contar que se enteraron por casualidad, su madre, la viuda, y él, un niño de poco más de diez años, a través de la formación política en la que militaba, y por testimonios de terceros. Algunos tan crueles como que en muchos casos ni se molestaban en enterrar a los presos, y aprovechando que estaban en una isla, pues iban directamente al mar.
Veo a mi padre soltando las gomas de su carpeta azul y releyendo las cartas a Ignacito, al niño que fue, profusamente adornadas con dibujos y procedentes todas de Salamanca, primera estación, primera cárcel antes del destino final, y tan final, la antigua leprosería de la isla de San Simón, en Pontevedra, de la que muy pocos salieron vivos, porque no pudieron superar el hambre y las enfermedades derivadas del frío y la humedad.
Mi padre la señala en un mapa. Diminuta. Nunca manifestó ninguna intención de ir a conocerla. Tampoco su madre, la viuda, mi abuela. Ni tan siquiera cuando yo le llevé un recorte de periódico en el que se daba la noticia de que se había convertido en una especie de museo de la Memoria Histórica para recordar por siempre el horror de un lugar que muchos han calificado de campo de exterminio. 
No puso mucho interés. Leyó el periódico e incorporó el recorte a su carpeta azul. Lo entiendo. Había pasado demasiado tiempo. Demasiado, aunque no el suficiente para que cada imagen del Valle no le soltara la lengua con algún calificativo grueso.
Le hubiera gustado el trajín de esta semana. Las idas y venidas de los nietísimos, los programas especiales, los testimonios de quienes siguen buscando a los suyos, de quienes ya han tirado la toalla o han conservado, durante ochenta años, una carta que pone en el mapa la Isla de San Simón.
Es mi libro. El de mi padre y muy parecido, seguro, al que se conserva en miles de hogares de nuestro país. Sólo por eso debían cerrarse muchas bocas. Porque aunque tarde, y no bien del todo, han podido poner el punto final al capítulo más amargo. 
Toca hablar de tantos libros, que no hay que perder ni un segundo escuchando a quienes quieren dejarlos sin terminar. Aunque falte el epílogo, enredado entre el suelo, el cielo y el mar de la isla de San Simón.