José María San Román Cutanda

A Vuelapluma

José María San Román Cutanda


Abuelos

25/07/2022

Aquella noche estaba muy oscuro, hacía frío y tronaba. Quizá, esta experiencia era relativamente normal para los adultos, pero no para el niño que era aquel día de diciembre. Yo tendría unos cuatro años, más o menos, aunque recuerdo perfectamente todo lo que sucedió. Y la recuerdo a ella, conmigo entre sus brazos, intentando quitarme el miedo de aquella tormenta que todavía hoy recuerdo casi como torrencial. Algún tiempo después, tengo también algunos recuerdos en los que mi curiosidad infantil me jugó malas pasadas. Porque los niños siempre son curiosos y tratan de descubrir todo lo que se les presenta a la vista. Mi mano se topó con un radiador fuerte, ardiendo de calor, que hacía de su casa el lugar apacible que yo tanto recuerdo, pero que también me disciplinó en no meter las manos donde no debía. Después de algún lloro, propio del dolor y de la niñez, una bolsa de 'paciencias' o un vaso de leche caliente con Cola-Cao, que siempre me preparaban en su casa con todo cariño, era el mejor acicate para olvidarme de todo.

Pasados algunos años, no demasiados, empecé a tener que estudiar. La Educación Primaria era el paso fundamental de la niñez absoluta a la niñez relativa, porque el solo pensar en juegos pasaba a un segundo plano, en el que tenía pequeñas obligaciones con los estudios que se me hacían eternas a los seis, a los siete, a los ocho años… Pero ellas siempre estaban al quite. Fuera con una o con otra, siempre tenía buenas ayudas para socorrerme cuando las multiplicaciones y las divisiones de la 'seño' Rosario, o de Feli, o de Maricarmen, se me hacían insondables. Siempre he sido 'de letras', y no me da ninguna vergüenza, a pesar de que nuestros (des)gobernantes las han relegado al desprecio más inaceptable. Y sí, nunca he sido amigo de las matemáticas, pero siempre he sabido contar: contar con ellas. Han sido muchísimas las tardes en que hemos estudiado juntos a los mamíferos y a los anfibios, que hemos hecho cálculos de geometría, dibujado las cosas más curiosas, que hemos aprendido las poesías más largas y trabalenguas  y que hemos escrito más de uno y más de dos cuentos.

Cuando te vas haciendo adulto, la perspectiva te cambia. Yo empecé a verlas de otra manera. Siempre con ese toque maternal, pero cada vez con más y mayor devoción y admiración. Sobre todo, como en mi caso, cuando han vivido una guerra en primera persona, porque han sufrido su niñez entre bombas y alarmas, y no en tiempo de paz, como todo niño merece. Los relatos son tristes, pero certeros. Aquellas anécdotas de la niñez que parecían hazañas bélicas o cuentos fantásticos comienzan a hacerse más palpables en el corazón y en la inteligencia. Y sí, sacas tus propias conclusiones. Cada uno las suyas, que suyo es el derecho a tenerlas. Lo que nunca cambio en mi caso fue el patrón común de todo esto: ellas estuvieron ahí, aunque el rol del cuidado cambiase aportándome la nueva responsabilidad de su cuidado en la medida de mis posibilidades.

Un día, la maldita enfermedad las acechó. Su mente ya no brillaba como hasta entonces. Y fueron apagándose sus recuerdos, lenta y pausadamente, pero con la imposibilidad del retorno cada vez más acentuada. Su mirada cambió, dejaron de hablar, pero sus ojos me seguían diciendo lo mismo, aunque estuviesen perdidos. Sus manos me seguían hablando de una historia trazada con sacrificio, con sufrimiento, pero también con un grado de entrega ejemplar. Mi vida es suya en buena parte, aunque nunca tenga días en el calendario para agradecérselo. Y una de ellas partió en noviembre, y su 'compañera' sigue aquí, siendo la misma aunque no parezca la misma. Los estragos de la edad, e incluso la muerte, no han sido para mí ningún impedimento para poder seguirles diciendo día tras día que las quiero, que soy un poco obra suya. Y tampoco a ellos, a sus maridos, mis abuelos, a los que perdí siendo demasiado niño para disfrutarlos, pero suficientemente mayor para guardar el recuerdo de su voz, de las salidas a misa, de los bombones de chocolate, de los álbumes de fotos históricas del ABC. No se han ido nunca de mi lado, porque, además de darme el nombre y los apellidos que llevo, de darme mi espíritu luchador y toledano mil por mil, me abrazan cada segundo mientras corren por mis venas.

Eso sí, tengo que confesarme por el pecado de la envidia. Envidio a Pedrito y a Silvia, que pueden disfrutar de sus abuelos, mis siempre queridos Ventura Leblic y Maricarmen jóvenes y ágiles. Envidio a los veintiséis (y a punto de veintisiete) nietos de mi gran amigo Antonio Muñoz Perea, sobre todo a los mayores, que tienen a sus abuelos, Antonio e Isabel, siempre disponibles y siempre dispuestos. Envidio a las dos nietas transpirenaicas de mis también muy queridos amigos Juanjo e Irena, porque a sus abuelos siempre se les puede seguir 'cayendo la baba' con sus nuevos aprendizajes y descubrimientos. Y, en general, a todos los nietos que tienen abuelos jóvenes y sanos. Yo sigo echando de menos las anécdotas, los domingos de misa y vermut, las tardes enteras jugando a hacer desfiles militares con soldaditos de plomo o los atracones de bombones de chocolate procedentes de los desayunos del Bar Toledo. Guardo todos los recuerdos que tengo muy dentro de mí. Y, aunque custodio incluso recuerdos físicos de ellos, sigo parándome a respirar un momento, a veces con lágrimas en los ojos, pensando en que ya no están. Y me culpabilizo, no se crean, porque no tuve la madurez suficiente para decirles una y mil veces que les quería y que les quiero. De nada sirve llorarle a las lapidas. El hoy, el hoy compartido, es el que cuenta. Por eso, y porque mañana será el día de los abuelos, hoy hablo de mis cuatro abuelo con cariño y con admiración. Y con ellos, de tantos amigos que me rodean que son nietos y abuelos. Que no se nos olvide nunca que deberían ser eternos. Porque, siéndolo, cada día que pasa estamos obligados a quererlos. Y también a decírselo.