Pedro Carreño

La Ínsula

Pedro Carreño


La fresca

21/09/2021

La escena se repite cada verano, al llegar la noche, como una liturgia. El cuadro escénico se desarrolla en esa Mancha castigada, cruelmente, durante todo el día, por un sol que abrasa todo lo que toca.
El ritual apenas varía. El sol se va y deja extenuados los tejados de las casas. Sus inquilinos abandonan, sus aparentemente deshabitadas moradas, para ofrecer signos de vida en los cerquillos de sus puertas y porches. Sacan lentamente sus sillas y tumbonas, y se acomodan en busca del aire que no han tenido durante el agobiante día.
Lo llaman salir al fresco. También se admite, ir a la fresca. Que lo importante es salir a respirar y, de paso, ver y referil las cosas. Incluso estar, para callarlas.
Los primeros en salir a respirar suelen ser los más mayores. Los que encierran en sus recuerdos y en su retina la mayor carga de memoria histórica, de esa costumbre tan toledana y manchega. Les gusta saludar a los que pasan, y dejarse saludar. A los vecinos de las casas próximas y a los que vienen o van a trabajar, de hacer la ruta del colesterol o de lo que les dé la gana. Que lo importante es saludar con educación y cortesía, como mandan los protocolos de la calle y del pueblo. Y saber que estamos un día más ahí -a pesar de la solaná que haya caído-, en la fresca.
Los hay que, con la logística a favor, colocan la silla con tal pericia que son capaces de ofrecer una visión de gran angular. Sin apenas mover la cabeza pueden ver -y controlar- la calle y  lo que en ella pasa. Incluso mirar la televisión, colocada estratégicamente, en una ventana próxima. Otros, en la fresca, sencillamente hacen una primera transición (o transfiguración, que los hay muy hábiles en ese trance) hacia el cine de las sábanas blancas. Y como Dios.
Los hay quienes, simplemente, optan por charlar con quien tiene al lado. Con la parienta o el pariente, aunque ya esté tó hablao después de toa una vía. O con el vecino o la vecina que sarrimao. O con los hijos o nietos.
Es con estos últimos, con los nietos, con lo que se descarga la auténtica memoria histórica. La buena. En ese momento, la fresca se convierte en el elemento de transmisión de vivencias, de testimonios e historias personales que se verbalizan en el legado familiar. De una calle o de un pueblo.
En la fresca, la memoria migra de generación en generación, y se perpetúa en cada atardecer. Los recuerdos y la imágenes se inoculan desde la generación con más experiencia, a las más inexpertas. Historias que la vida ha tatuado y cicatrizado en cada familia. En cada portá.
Recuerdos y palabras que se repiten invariablemente, sin apenas modificar los nombres y adjetivos de las historias. Y así, de forma repetitiva, hasta quedar cincelados en la memoria de aquellos que, muchos años después, estarán sentados en esas mismas sillas, y contarán a sus nietos las mismas historias familiares que ellos mismos escucharon de críos.
Las historias de la fresca flotarán siempre en ese aire de atardecer y antesala de la noche. Los que las cuentan, no. Ellos se irán -nos iremos- y, a lo sumo serán, o seremos, una historia más para contar por otros una fresca de verano. El bucle de la vida.
Las lunas de esta ardiente época del año que cierra su calendario se encargarán, en la fresca, de que esos recuerdos no se pierdan. El sol nos traerá más historias que contar el verano que viene.