Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


Despoblamiento

07/08/2019

Hace ya algún tiempo que la cuestión del progresivo despoblamiento de muchos de nuestros pueblos del interior, la denominada España vaciada, ha tomado carta de naturaleza en la agenda política y en el debate social. En parte es un problema ligado al otro gran reto que debemos afrontar, el demográfico, con la alarmante caída de la natalidad en nuestro país, unido a otras cuestiones, como el aislamiento, la falta de recursos económicos o las malas infraestructuras. Una realidad palpable en nuestra comunidad autónoma y en nuestra provincia.

Pero el despoblamiento tiene otra dimensión, aparte del tremendo drama humano, el de la destrucción del patrimonio histórico artístico, que afecta no sólo a los pequeños núcleos rurales, sino también a los centros históricos de nuestras ciudades, incluso de las catalogadas Patrimonio de la Humanidad, como Toledo. Quizá aquí, con ser una amenaza latente, no ha llegado a los extremos de otras ciudades históricas. Basta, en estos meses de verano, recorrer algunas de ellas y comprobar el lamentable estado de muchos de sus viejos barrios. Paseando recientemente por una población tan bella como Guadix, observé cómo calles enteras se encontraban abandonadas, con peligro de ruina inminente. Esta situación, por desgracia, es muy habitual, sobre todo en pequeñas poblaciones en las que los recursos, tanto públicos como privados, son insuficientes para restaurar y conservar el entramado urbano. Porque éste es el más amenazado. Los grandes monumentos, precisamente por serlo, antes o después, reciben la atención que requieren. Pero lo que da su idiosincrasia a pueblos y ciudades, junto a catedrales, iglesias, palacios u obras públicas, son las casas, los pequeños rincones, los comercios, tiendas, jardines... Y, sobre todo, la gente. Porque de nada serviría tener centros históricos perfectamente conservados si no hay personas que los habiten. Serían un hermoso parque temático, un museo arqueológico no muy diferente de Pompeya o Herculano, pero no poblaciones vivas.

Es urgente, pues, la toma de conciencia por parte de todos. Las administraciones públicas implementando políticas que faciliten no sólo la rehabilitación de los edificios, sino que la gente pueda habitarlos, mejorando las condiciones de vida de las personas, habitualmente mayores y fomentando que los jóvenes vivan en los barrios históricos. Es preciso desarrollar proyectos que no se queden en lo inmediato, sino de largo alcance y carácter global. Planificar el crecimiento y desarrollo de las ciudades sin olvidar que el ‘alma’ de éstas se encuentra en esos viejos núcleos. Difundir el amor y el conocimiento de los mismos, empezando desde la infancia, haciendo a las nuevas generaciones amantes de sus ciudades y conocedores de su historia, arte, tradiciones.

Pero no todo ni lo principal depende de las instituciones. Somos los ciudadanos quienes nos hemos de comprometer con la conservación de nuestro patrimonio, conscientes de que es un legado que recibimos y que debemos de transmitir a los que vienen detrás.

Y algo que con frecuencia olvidamos. Además de transmitir, enriquecer.