Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


La felicidad

27/12/2021

De repente me entero, y que perdonen mi ignorancia en eso como en tantas otras cosas, de que existe un Observatorio de Intangibles y Calidad de Vida, que, cada equis tiempo, emite un informe, imaginamos que serio, riguroso y bien documentado, obra de una serie de investigadores, al parecer, universitarios. El último, hasta la fecha, se presentó, hace poco más de un mes, en el edificio Melchor de Macanaz de la Universidad de Castilla-La Mancha, bajo el título Felicidad y calidad de vida, factores clave en una sociedad pos-Covid-19; en él, sus autores, en palabras de su portavoz, Víctor Raúl López, se congratulaban e incluso se sorprendían, de que la Covid –que aún colea, y de qué modo– únicamente haya traído un tres por ciento de infelicidad, lo que «da muestras de un alto nivel de resiliencia de la sociedad española, porque no era así lo que se esperaba».
Naturalmente, la conclusión me dejó ojiplático (término que aprendí de mi buen amigo Paco Yedó), y les puedo asegurar que me tuvo un par de días cavilando, y eso que, como stendhaliano estoy familiarizado con las tesis de mi maestro acerca del Amor, como muy bien expone en su libro De l´Amour (refutadas, por cierto, por el malévolo Ortega y Gasset), en el que, entre cristalización y cristalización, intenta ofrecer una explicación racional, e incluso matemática, de tan noble sentimiento. Ahora bien, de ahí a sostener, como hacen el citado Víctor Raúl López y sus colegas –Domingo Nevado, José Luis Alfaro, Nuria Huete, Sonia Castellanos y la rumana Adriana Grigorescu–, que la felicidad descendió casi un dos por ciento durante 2021, hay algo más que un tiro de piedra, y eso por más que compartamos el criterio de don Sebastián (en La Verbena de la Paloma) de que «hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad».
Humildemente me encantaría saber de qué varita mágica se han servido para hacer semejante descubrimiento numérico aplicado a algo tan etéreo y subjetivo como es la felicidad. La casuística, al respecto, sería inabordable, en la medida en que nos dirigiéramos a un hostelero, o a un vendedor de mascarillas, a un médico o enfermera, o a una persona que perdió a su padre, a su madre o a un ser querido sin poder siquiera darle el último adiós. Aventurar, por lo demás, que «la familia sigue siendo el factor más importante para ser feliz» es aún más contestable y discutible, y si no, que se lo pregunten a uno de los miles y miles de padres de familia en paro que, sin apenas recursos, y en un piso de sesenta metros, tienen que sacar adelante a dos o tres hijos y  su mujer. Evidentemente, estamos ante un concepto puramente burgués y acomodaticio, o ante una utopía. Igual de arriesgado me parece afirmar, como hacen estos investigadores, que, para ser feliz, es mejor vivir en un municipio pequeño que en una ciudad. Ese desideratum russoniano también es bastante discutible, y para comprobarlo basta con darse un paseo por la 'España vaciada'.
Una cosa es hablar de las condiciones idóneas objetivas que podrían propiciar la 'posibilidad' de alcanzar un cierto margen de felicidad (aun a riesgo de que, de un día para otro, te diagnostiquen un cáncer y tu vida entera de 'ser dichoso' se venga abajo como un castillo de arena), y otra teorizar sobre tan delicado y etéreo asunto de una manera tan frívola, que incluso puede generar estupor. Y es que, como dijo el filósofo, de lo sublime a lo ridículo a veces sólo hay un paso. Recuerdo un titular, lanzado a bombo y platillo, en un periódico de Albacete, hace más de veinte años, por un investigador osado, en el que venía a anunciar la buena nueva de que el azafrán era la solución al cáncer. Hoy día, el investigador es catedrático y el azafrán  sigue siendo lo que era. Pues bien, investigar un tema como la felicidad es como echarse a volar con alas de cera, como Ícaro. Cambien, por favor, de tema, o de título, o explíquense mejor. En todo caso les aconsejo la lectura de la novela Los asquerosos (con perdón) de Santiago Lorenzo.