Antonio Herraiz

DESDE EL ALTO TAJO

Antonio Herraiz


Piel muy fina

02/12/2022

Siempre me provocaron curiosidad los motes de los terroristas de ETA. Kantauri, Mortadelo o Gadafi. Santi Potros, Anboto o Iñaki de Rentería. Txelis, Fiti, Pakito… La frecuencia sanguinaria de la banda durante los 80 y los 90 y, una vez detenidos, su presencia casi diaria en los telediarios, te permitían familiarizarlos como si de la alineación de un equipo de fútbol se tratara. Cuando inmediatamente después salían las imágenes de sus atentados, se multiplicaba el desprecio. Son nombres que, en el País Vasco, durante años, fueron convertidos en leyenda, incluso en modelo para una generación de jóvenes que fueron educados en el odio. Para el resto, unos asesinos cuyo arresto suponía algo más que alivio. El día que cayó la cúpula de ETA en Bidart, con Francisco Mújica Garmendia a la cabeza, estábamos preparando el viaje a la Expo de Sevilla. Y cuando contaron en las noticias que la Exposición Universal y los Juegos Olímpicos de Barcelona eran objetivo prioritario de la banda descabezada, a mi madre le cambió la cara. Los terroristas estaban en el talego, pero sus macabras intenciones seguían intactas. Tenían suficiente infraestructura, efectivos y dinero para atentar.
El tiempo me permitió tener cerca -siempre a una distancia prudente- a aquellos asesinos de los que tanto había escuchado hablar. Las primeras veces que fui a la Audiencia Nacional coincidió con uno de los juicios contra Txapote, asesino de Miguel Ángel Blanco, Gregorio Ordóñez, Fernando Buesa o Fernando Múgica Herzog. Los terroristas estaban en una pecera separada por un cristal blindado, tanto de la sala donde se celebraba la vista como del espacio reservado para los familiares y amigos de los asesinos. El primer impacto fue terrible. Las víctimas, casi en soledad, acompañadas de forma aislada por algún voluntario de la AVT y los colegas de los verdugos en una excursión organizada. Les jaleaban. Les vitoreaban. En esa escena se invertían los papeles por completo, justo lo que el relato moderno ha terminado de imponer sobre lo que ha sido la banda. Txapote se incorporaba del asiento, miraba y levantaba el brazo, siempre correspondido desde el otro lado, una situación que se repetía en la mayoría de juicios a ETA sin que nadie hiciera nada para evitarlo. Solo si la situación se desmadraba más de la cuenta actuaban los agentes. En el mismo lugar, permanecían las viudas e hijos huérfanos soportando un espectáculo que suponía una doble victimización.
Incomoda que nuestros jóvenes sepan lo que fue ETA. No interesa recordar el historial criminal de la organización terrorista cuando los herederos de su brazo político se han convertido en uno de los principales aliados del Gobierno. A España «le habría ido mejor» sin Pedro Sánchez, dice Lambán. Page lo piensa en bajo, pero se lo traga. El argumento de que la banda ya no mata y por eso hay que dejar de hablar de los terroristas es tramposo. No hay comandos con capacidad de atentar porque de eso se encargaron la Policía, la Guardia Civil, la Justicia y todo el entramado democrático. Es lo único que ha desaparecido. El resto, está más envalentonado que nunca y con opciones de llegar al Gobierno de Vitoria. Pero ETA ya no existe y hay que tragar con todo lo que nos diga Bildu con tal de seguir en Moncloa. Hay que desenterrar a Franco, mantener un discurso guerracivilista, pero no preocupa que haya más de 300 crímenes de la banda sin resolver. Ofende que a los que siguen persiguiendo los mismos objetivos políticos de ETA les llamen filoetarras. La piel fina y la cara muy dura.