Bienvenido Maquedano

La espada de madera

Bienvenido Maquedano


Jesús del Verbo

09/02/2021

En el año 1984, un joven con nombre bíblico y la tinta aún fresca en su diploma de maestro recaló en El Puente del Arzobispo para dar Francés y Lengua española. El pelo encrespado y unos ojos peculiares, a la japonesa, le hicieron destacar entre el ramillete de profesores del colegio Pedro Tenorio como un saltamontes rojo en el alquitrán de una carretera. Empezó de ese modo tan poco glamuroso su dedicación (se diría también su condena) de treinta y siete años, cuatro meses y trece días al desasne de muchos niños y no pocos adultos. Aunque se libró de refilón de que yo fuera su discípulo, décadas más tarde un amigo común nos sentó frente a frente en una mesa del Jacaranda. Desde entonces, cada mes, apostados tras una empalizada de botellines, al calor del mechero inestable que socarra una fondue de queso, recuperamos a toda pausa lo que el destino juguetón nos quitó, y me alimento cual garrapata de la sangre caliente y la ‘joie de vivre’ de un tipo que hace honor a su apellido y dispara discursos como si tuviera un Colt 45 empastado en los dientes.
Pocos saben que este devorador de lecturas, desde el más trivial mensaje de Twitter a la más rebuscada novela de Pynchon, es un hombre de acción. ¿Quién se lo podría imaginar aprisionado en un traje de buzo, con escafandra y botas de plomo, soldando el casco de navíos militares mientras tararea algo de Víctor Jara? ¿Quién adivinará en sus hechuras a un antiguo piloto de ultraligeros con poca habilidad para el aterrizaje en días ventosos? Quizá sea más evidente su gusto por la fotografía y los viajes, por encajar sus zapatos en las huellas de los borrachos ilustres que recorrieron Dublín o rendir culto en un parque alemán a las estatuas mastodónticas de los filósofos que inventaron el marxismo. Tal vez ese sea su punto débil: aferrarse a una ideología decimonónica en unos tiempos que han dado sepultura a todo pensamiento reflexivo. Por eso choca su vehemente enfoque de los asuntos mundanos; tanto como verle lucir en la muñeca un reloj de la Unión Soviética en lugar de un Seiko.
Cerveza tras cerveza me ha ido desvelando las maravillas de ‘El elogio de la sombra’ de Junichiro Tanizaki, el realismo mágico impregnado de mar y caserío de Ramiro Pinilla, o la difícil sencillez de Jon Bilbao. Gracias a su magisterio prefiero la pátina de los viejos objetos sobre el brillo cegador de los nuevos, aprecio el regusto a manzanas ácidas de un culín de sidra natural, distingo el olor a niño recién cenado en el Tres leches de Pría y disfruto con el arañazo en la garganta del Afuega’l pitu empimentonado. Es el primer amigo que se me jubila. Si controlo mi envidia, seguro que también aprendo de eso.