Antonio Pérez Henares

PAISAJES Y PAISAJANES

Antonio Pérez Henares


El silencio de los corderos

04/01/2020

Es viernes. Está ya casi para cerrar la noche en los bares de copas del centro de Guadalajara. Zona de Bardales. Un joven veinteañero sale con un amigo a fumarse un cigarro. En la plazoleta hay un numeroso grupo de chicos, algo más jóvenes. Al pasar le pide, le siguen con mal tono, un cigarro. Por el habla sabe que son magrebíes. Y ha  oído, como todos, historias de acosos, robos y agresiones. Aprieta el paso y quiere separase de ellos. No le dejan. Le agarran por detrás de la ropa y se le echan encima. Recibe algunos golpes, llega a caer al suelo pero logra levantarse y escapar. Su compañero, que también se ha llevado alguno,  ha quedado atrás. Él, tras ser perseguido un trecho, vuelve dando un rodeo para intentar reunirse con el otro y avisar a los que están dentro del bar. Comete un error. Vuelve a topar con ellos. Y lo reconocen.
Son más de quince, quizás hasta veinte. Le caen encima en tropel, un golpe en el ojo le deja sin visión. Le llueven puñetazos y  patadas por todo el cuerpo. Sus amigos, que lo esperaban, lo han visto e intentan defenderlo. Una chica acaba con el labio partido y otro rodando por el suelo, pateado. El joven es ágil y fuerte y cuando consigue recuperar algo la visión, sangra por la cara en abundancia, logra  incorporarse de un salto y aunque recibe incluso un botellazo en la espalda al final escapa con los demás a sus alcances gritando e burlándose. La paliza ha sido brutal. Pero cuando finalmente los deja atrás se siente aliviado. Pudo haber sido mucho peor aún. Se sintió en peligro de acabar destrozado y hasta con secuelas para toda su vida.
 El grupo de amigos se reúne de nuevo. Su noche de fiesta se  ha convertido en la peor pesadilla. El amanecer los encuentra ya en el hospital donde han acudido a curarse las lesiones y recoger los partes médicos pues han decidido presentar denuncia ante la policía. Han recibido muchos golpes y los moratones y contusiones les acompañaran un tiempo pero por fortuna no tienen lesiones internas graves ni huesos rotos.
Es cuando descubren que no han sido los únicos ni los que han salido peor librados.
Otros dos están siendo curados como víctimas de otra cacería, aunque según parece de la misma manada. A uno de ellos le han machacado de tal forma que tiene la cara destrozada. Los médicos confirman que le tiene rotos tres huesos faciales. Ha sufrido una brutal agresión al caer al suelo y ser objeto de violentísimas patadas por parte del grupo entero. Hasta que se han cansado y se han marchado dejándolos a ambos  tirados.
La policía recoge los testimonios y denuncias de todos. Son discretos pero no se muestran nada optimistas en cuanto a detenciones y responsabilidades. Se les escapa que no son precisamente casos aislados. Que es casi rutina de los fines de semana. Que a lo mejor y como mucho si se detiene e identifica al autor de las lesiones graves podrá hacerse algo. Con los demás nada de nada.
Los muchachos salen con la impresión de que sus agresores seguirán tan campantes y convencidos que podrán seguir haciéndolo tantas veces como les venga en gana. Y así es, han pasado ya algunas semanas, y no hay resultado alguno. Ni detención, ni identificación. Por no haber no hay ni noticia ni de este hecho ni de los muchos parecidos que se suceden. Robos de móviles, de dinero, de ropa, amenazas, coacciones, acosos (hay un parque por el que ya no se atreve a pasar las chicas) y eso, todo, se sabe. Pero no se cuenta, no hay nota informativa alguna que lo recoja, no se hace oficial, no es publico, nadie dice nada. Los políticos, el ayuntamiento, el delegado del Gobierno, las autoridades varias, regionales y locales no dicen ni pío. No es políticamente correcto.
La razón: no puede decirse porque son magrebíes y no puede, aun menos, decirse que lo son. Esa es una verdad que no es «progre» y por tanto debe ocultarse como sea y tampoco ahondar en ello. Mejor callar, mejor silenciarlo, mejor hacer como que no pasa, mejor mirar para otro lado.
Pero la ciudad, Guadalajara y otras en toda la región, estoy seguro que lectores de todas las demás provincias de la región tendrán algo muy similar en las suyas, lo sufren y lo saben. Cada vez lo saben más y cada vez es mayor la indignación primero contra quienes comenten tales actos y después contra quienes estando obligados a ponerles coto, arbitrar medidas y proteger la seguridad de las gentes y los ciudadanos optan por ocultarlo, por decir que no pasa nada, y hasta por salir con las consignas y las farfollas de rigor contra quien se atreve a contar lo que sucede. Vamos, que ya me estarán llamando facha, que es lo único que saben decir, parece, y utilizar como gran exorcismo contra todo aquello que no les gusta, por muy verdad que sea. Prefieren la mentira que sea, si es y entra en la cuadra de lo bendecido como «progre».
Habrá, ya ha habido, más viernes de cacería. Y la impunidad agrandará el problema. El silencio impuesto acabará por estallar y entonces habrá que buscar todas las excusas, hasta la de señalar a quienes avisan o hasta a las víctimas. Y entonces habrá que recordar otros silencios estos mucho más terribles y traumático. Como ese mantenido durante un lustro en Azuqueca, por su propio ayuntamiento y pactado vergonzantemente, del secuestro de una menor por cinco  magrebíes y un senegalés  o el de la agresión en un parque de Guadalajara por otro norteafricano (todos de religión musulmana, que tampoco hay ocultarlo aunque nos digan que hay que hacerlo, porque es un hecho y un dato) a una mujer ante la presencia también de un grupo que no participó pero nada hizo por evitarlo hasta que un vecino pasó casualmente por el lugar e intervino.
¿Saben ustedes que estaban todos en un centro de acogida y que corremos con toda su manutención y  gastos? ¿Se identificó a sus acompañantes? ¿Saben ustedes qué ha sucedido con el detenido? ¿Saben si ya ha sido juzgado, condenado o al menos expulsado? Yo tampoco. Ni parece que interese a nadie de a los que debía interesarle. Pero las gentes, y aunque unos lo oculten, hablan.