Miguel Ángel Sánchez

Querencias

Miguel Ángel Sánchez


Arquitecturas de la Jara

11/12/2020

La Jara ya es un vacío. En las mañanas de diciembre el aire es el mas limpio del mundo. Gredos es una frontera que se puede tocar, un brochazo azul bajo un cielo aún más azul. Entre medias, entre la Jara y Gredos, queda la niebla, las filas de olivos clavados en la tierra roja, las rañas horizontales y perfectas, arañadas por ríos como dedos en arcilla blanda y húmeda. Las carreteras cada día peor. Los jarales cada invierno más espesos. El buitre negro, solitario, recorre a media ladera las crestas de cuarcitas y las barreras, las suertes aún no tomadas por el monte. Pocas ya. El buitre negro, lento y metódico, es el vigía de la Jara.
Las labranzas caen. Las techumbres hace tiempo que se han derrumbado sin estrépito, sólo un chasquido y un segundo de derrumbe en el silencio inmenso de las noches de la Jara. Las paredes de cuarcita se confunden definitivamente con el paisaje. El barro de los tapiales se deshace con cada aguacero. La jara y los acebuches avanzan. La cornicabra rompe el muro. Pronto la arquitectura de la Jara será paisaje. Mejor: pronto volverá a ser paisaje. La arquitectura de la Jara, pobre, mínima, simple, perfecta… volverá a lo que fue. Volverá a lo que siempre quiso ser.
Hoy ha helado. He pateado las cuarcitas de la barrera del Atalayón, allá por las Hunfrías. Hay montería en Navaltoril y Piedraescrita. Aquí está todo más tranquilo. El hielo aguanta todo el día en los charcos, queda algún níscalo congelado. El monte huele a espeso y a vida.  Busco una piedra, una cuarcita que será acantilado efímero en Ses Falconeres, atalayando el mediodía del Mediterráneo, un verano de sol y mar, de luz cegadora y brisa al atardecer. La encuentro por fin, llena de líquenes, bajo el sol tibio de la tarde que cae. La guarda su alacrán. La echo al morral y me la llevo prestada. La devolveré en unos días a su paisaje y a su lugar. Como algo, un trozo de queso y pan. Poco. Silencio en la tarde. Silencio de invierno.
Paro en las labranzas del Mazuelo. El bosque ha tomado los olivares. El brillo delata las copas de olivos que fueron nuevos hace una generación, una promesa, y hoy sucumben bajo el monte que todo lo llena, bajo la selva que poco a poco se adueña de la Jara. Observo las paredes del caserío. El tono perfecto. Colocadas en lo alto, recortando la sombra negra de las nubes sobre el Martinete. Espero, busco el ángulo, y hago una fotografía cuando el sol incendia la cuarcita y el negro es más profundo en la distancia. Me recuerda otra tarde, ya muy lejana, en las orillas del embalse de Yesa, fotografiando el pueblo de Esco. Aquella tarde la nube, su sombra, no se fue en ningún momento, como si quisiese proteger al pueblo abandonado.
Arquitecturas de la Jara. El tiempo se las va llevando, las va gastando, quizá porque ya no tienen sentido. Quizá haya pocas cosas que continúen teniendo sentido. Quizá sólo vaya quedando para asirse el azul profundo del cielo sobre la Jara, cruzado por el vuelo lento y antiguo del buitre negro.