Puede que la mesa de diálogo entre el Gobierno de España y el de la Generalitat resulte tan inútil para resolver el conflicto como las mascarillas sanitarias o quirúrgicas para protegerse del contagio del coronavirus de Wuhan, pero no se debe menospreciar el efecto psicológico de la una ni de las otras.
En éste tiempo de máscaras de Carnaval, las propias de las Carnestolendas han pasado a un tercer plano, y ello pese a los esfuerzos de los celebrantes por sobreponer la alegría de vivir a las añagazas que enturbian la vida. Otras máscaras cobran hoy un protagonismo algo insensato, pero inevitable: aquellas que, agotadas en las farmacias y aun en las droguerías, figuran ser un escapulario o un detente-bala personal contra la pandemia, y aquellas otras que, sentadas en torno a la llamada mesa de diálogo, ocultan la verdadera faz y los verdaderos propósitos de sus portadores, si bien, como ocurre con las de los Carnavales, todo el mundo sabe quién hay detrás.
En la mesa de diálogo que acaba de ponerse en marcha se puede, en efecto, dialogar sobre muchos asuntos, pero no sobre aquél que supuestamente la convoca, o, cuando menos, por la parte independentista. Sobre la integridad territorial de la nación no hay nada que dialogar, y todos lo saben, de suerte que el diálogo deviene en mascarada, en apuntar a un blanco para disparar a otro, llámese éste presupuestos, elecciones regionales, aministías más o menos encubiertas, o establecimiento de la preeminencia de unos secesionistas sobre otros. No obstante, esa mascarada tiene, como las mascarillas de papel contra el contagio, un efecto psicológico importante, el que genera la creencia de que se está haciendo algo.
Cuando las multinacionales tecnológicas habían convencido a la gente de que todo era ya robótico, virtual y digital, desde buscar pareja a tratar con el banco, resulta que todo se reduce de veras a un no saber qué hacer salvo ponerse una máscara, así frente al coronavirus como ante la cuestión catalana. ¿Por qué menospreciar, entonces, el placebo de la máscara?