Miguel Ángel Collado

Alma Mater

Miguel Ángel Collado


Acertar con los premios

13/06/2022

En el siglo XVIII el jurista italiano Giacinto Dragonetti publicó una breve obra que, según sus estudiosos, el editor de la misma decidió titular 'De las virtudes y los premios' como contrapunto o, más bien, como dijera Benedetto Croce, complemento del muy conocido 'De los delitos y de las penas' de Beccaria, aparecido un par de años antes.
La obra nos sitúa frente a la importancia y el significado de los premios que reconocen comportamientos virtuosos de los ciudadanos, es decir, aquellas actuaciones de determinadas personas que van más allá de sus deberes cívicos. Esto es algo que la sociedad y las instituciones a través de las cuales se articula y desenvuelve deben practicar por, al menos, dos razones. El agradecimiento y reconocimiento públicos a quienes se lo merecen por su comportamiento generoso y beneficioso para los demás, en primer lugar; pero además de esta hay una segunda razón para hacerlo, una razón pedagógica, ponerlos de ejemplo y estímulo para los demás en cuanto «no es la virtud otra cosa que un generoso conato de toda ley que nos conduce a procurar el bien de los demás. Ella tiene por objeto dos extremos: de una parte, el sacrificio que hace el hombre virtuoso y, de otra, la utilidad que resulta al público».
Frente a decisiones como las que habían tomado muchos emperadores, por ejemplo, Cómodo y Heliogábalo quienes recompensaban a quienes lo merecían menos, persuadidos de que las virtudes debían estar sujetas a sus caprichos, el autor de 'De las virtudes y los premios' destaca la importancia del justo reconocimiento del mérito como instrumento para el progreso de la sociedad. Esto cobra mayor relieve proyectado sobre la educación y su contexto. Por ello, Bernardo Tanucci, a la sazón ministro ilustrado del Reino de Nápoles, encomendó a Dragonetti la misión de reformar el sistema educativo cuyo proyecto inédito pasaba por convertir el centro educativo en el núcleo motor de un modelo de convivencia cuyo signo de identidad sea la virtud.
Siendo esto así, resulta inexcusable que la concesión de premios sea acertada en número y en premiados. Una inflación de premios los devalúa, pero más grave es el fallo en el fallo del otorgante. Los premios son algo intrínsecamente diferente a los incentivos. Los primeros reconocen un comportamiento altruista dirigido al bien común mientras que los segundos tienen una dimensión privada y premian una actitud que responde a un interés primeramente individual, aunque pueda también contribuir al interés común.
En la valoración que decida el otorgamiento de los premios por valores, comportamientos o actuaciones cívicos o sociales es preciso encontrar una proporción precisa entre los méritos y los premios que se conceden, mediante una valoración de conjunto que contrapese virtudes y deméritos de los premiados en orden a evitar el error de despreciar a los benefactores de la sociedad o institución de que se trate así como el más grave  de recompensar injustamente a quienes no lo merecen realmente por el conjunto de sus  comportamiento, más allá de estar al abrigo del poder porque, como dice Dragonetti,  «se daña más equivocando las recompensas que suprimiéndolas».
En términos similares se expresaba Jiménez de Asúa preocupado porque toda recompensa sea objeto de un juicio contradictorio para «prevenir la prodigalidad y los otros abusos, por los cuales el valor de las recompensas se degrada».  Los premios honoríficos no debieran ser moneda de cambio para retribuir favores o lograr adhesiones clientelares sino un estímulo y agradecimiento que reconozcan comportamientos muy relevantes o trayectorias ejemplares de quienes se han hecho acreedores de ellos.