Javier Ruiz

LA FORTUNA CON SESO

Javier Ruiz


La churrería

09/12/2021

La churrería es el rompeolas de España, donde cada mañana se inventan los discursos. Puede ir uno a la que desee en cualquier pueblo, que ahí comienza el crepitar de los ojos y el entendimiento. El olor es la mejor señal para los peregrinos que a las siete de la mañana la buscan como una compostelana. Y obtienen la bendición del churrero en forma de rosca, una corona de aceite que descansa sobre hilos y alambres. Las frases de las churrerías construirán mañana los periódicos y el mejor telediario es el que se edita en sus barras. Es un parlamento de café y vapor que pacta todas las mañanas en lugar de tirarse las tazas a la cara, como hacen nuestros padres de la patria. Ya no hay patria, que se la han comido, pero sí churrerías, donde permanece despierto el país, levantada la persiana, empinado el coraje. Es el codo de España, lo que resta, lo que no pueden con ella. Como la porra final de la rosca llena de masa y madre. Ahí te espera siempre España, es lo que no ven los indepes.
Una churrería es un espectáculo desde primera hora del día. Cierra a las doce porque no interesa el resto. Ya se ha vendido el pescado y los churros. Los primeros se lo llevan a los caladeros marroquíes, pero los segundos enfundan desde la Gran Vía hasta la Diagonal. Yo me conozco las de la Mancha y son un monumento, una orquesta sinfónica, un ballet por preparar. Desde la de Santo Tomé o Katalino en Toledo hasta la Veracruz en Valdepeñas o La Paz en Alcázar. Cuando hacía el programa de radio a primera hora de la mañana, los churreros eran los que siempre llamaban. Hay quien dice que cuando algo está mal es lo mismo que un churro, sin darse cuenta de que el churro es una obra de arte callada, silente, observable. Hay que tener mirada fina para apreciar la belleza del churro. Los hay de lazo, roscas y porras y en cada sitio son diferentes. Es como la Constitución Española, cada tierra de España tiene un churro diferencial. Así no hay quien desayune igual en un sitio que en otro.
La algarabía de las churrerías es la alegría de la vida a punto de parir, la buena noticia, la curación de las epidemias y las nostalgias. Los fines de semana se hacen carne en la silueta del churro y el domingo no se viste como tal hasta que no sale la rosca de la sartén. Los churreros madrugan mucho, más que el mismo sol y la propia luna y llevan las porras en la cabeza y el papel para envolverlo. Pasear la mañana en busca de la churrería es como encontrar la farmacia de guardia abierta de par en par. Mucho mejor, porque no hace falta receta y el papel de periódico se tinta de grasa. El tintineo de las cucharillas son las campanas que tocan y redoblan en el resucitar de cada día. Y el chocolate como el café cayendo en la taza, el lubricante que vivifica las bielas que engrasan la mañana.
Hay churrerías que hacen también patatas fritas, las buenas, las auténticas, las de toda la vida, las que se enredan como columnatas de Bernini y son una oda al sol y la cerveza. Recuerdo a Víctor, maestro de la Veracruz, que murió demasiado pronto y su sonrisa iba siempre asociada a su gorro. Hoy sigue Juande, su hermano mayor, que creo no se jubilará nunca porque la gracia, el empaque y el trabajo van con él y la familia. Otro Víctor, García Chocano, el Fígaro de Alcázar, inventó hace muchos años el personaje de la churrera para sus crónicas radiofónicas. La churrera pronuncia sus discursos con un churro en la mano con el que hiende el aire y las ideas. En realidad, el Parlamento debería estar en las churrerías.

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