Óscar del Hoyo

LA RAYUELA

Óscar del Hoyo

Periodista. Director de Servicios de Prensa Comunes (SPC) y Revista Osaca


El motivo

24/01/2021

La lluvia y el viento no han parado de martillear una noche más en la que han dormido a la intemperie. María cubre con una manta vieja a sus dos hijos. Ella está empapada. Amanece con un cielo gris, plomizo, propio de un invierno crudo, con ese frío que penetra en el cuerpo y se incrusta en los huesos. Centenares de españoles prosiguen su marcha por distintos caminos que llegan a Francia, mientras muchas mujeres con niños y un amplio grupo de ancianos se concentran alrededor de una fogata para sentir el calor antes de continuar su periplo. Enseguida la apagan. La densa columna de humo puede delatarlos.
La sed, el hambre y el cansancio son sus compañeros de viaje. Se acumulan las jornadas subsistiendo de la nada. Los sollozos continuos de un crío no encuentran consuelo. Su rostro, demacrado y con ojeras, es el vivo retrato de la desesperación y la angustia, de los efectos de una guerra fratricida que llena de muertos las trincheras, derramando sangre entre hermanos que, por ideología, envidias y hasta pueriles cuentas pendientes, les convierte en enemigos.
Los días pasan y muchos optan por abandonar sus escasos enseres en barrancos y cunetas. Las fuerzas flaquean y el peso de maletas y petates son un lastre para avanzar campo a través. María, sin embargo, no se desprende de nada. Bajo el brazo porta un maletín y en la otra mano sujeta un saco en el que guarda los recuerdos de toda una vida. La mujer, costurera de profesión, ayudaba a un grupo de republicanos durante la contienda, entre los que se encontraba su marido, Manuel, del que, desde días antes de la caída de Tarragona, no tiene noticias. Es como si se lo hubiera tragado la tierra. Algunas voces aseguran que huyó por los Pirineos mientras otros hablan de que cayó en manos de los nacionales y, al relacionarle con una de las checas de Barcelona, fue ejecutado después de ser torturado. Ella no pierde la esperanza, se aferra como un clavo ardiendo a la creencia de que no está muerto y que, una vez cruce la frontera con sus dos hijos, darán con él y podrán empezar una nueva vida.
Cae la noche y otro día más apenas han probado bocado. Juan, el pequeño de los hermanos, tose continuamente, respira con dificultad y, por el calor que desprende y sus sudores fríos, parece tener fiebre. El cielo y la Tramontana dan una tregua y la familia, junto a milicianos, anarquistas y socialistas, vinculados con la república, y a otros, muchos procedentes de aldeas y pueblos que ya habían sido ocupados por las tropas franquistas, payeses en su mayoría, que nada tienen que ver con la política y que han conocido durante su huida, avanzan hasta resguardarse en un chamizo insalubre donde los pastores de la zona de la Junquera suelen cocinar y descansar mientras las ovejas pastan. En los alrededores se concentran centenares de exiliados que tienen en mente cruzar por el paso de Le Perthus. Están a un paso de alcanzar su objetivo.
De madrugada, cuando todo el mundo duerme, varios aviones del bando nacional sobrevuelan el enclave y, sin apenas tiempo para reaccionar, bombardean la zona, provocando el caos, acabando con la vida de los que hacían de avanzadilla, mutilando a otros y sembrando el pánico y el horror entre los supervivientes. María y sus dos críos fallecen en el ataque. Jamás volverán a ver a Manuel, que esperará su llegada en el campo de concentración de Argelés, donde la sarna y el cólera hacen estragos, antes de partir a la República Dominicana en uno de los buques de la esperanza.
Comparar la situación que vivieron los exiliados españoles tras la Guerra Civil con la salida del país del expresident de la Generalitat, Carles Puigdemont, y su huida a la mansión de Waterloo después de su surrealista declaración unilateral de independencia, como hizo el pasado domingo el vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, resulta obsceno, ridículo, manipulador y, sobre todo, es un insulto al sentido común. Las penurias que pasaron los exiliados españoles para escapar del régimen vencedor, que actuaba con crueldad y revanchismo con todo el que pudiera asociarse con el bando republicano, no tienen nada que ver con los días de vino y rosas del eurodiputado catalán.
El pecado de Iglesias no es sólo haber comparado a un prófugo vividor con las miserias del exilio, sino la soberbia que ha demostrado días después, reafirmándose de manera obsesiva en un error, que parece ser un movimiento más en su estrategia política de cara a las elecciones en Cataluña, tratando de evitar la debacle que Podemos ya registró tanto en Galicia como en el País Vasco. Ese y no otro es el verdadero motivo.