El año pasado, en un viernes en el que el calor de la mañana, -la tarde se convertiría en tarde perros- anunciaba temperaturas de cambio climático, se produjo un incendio pavoroso en Montesión. Un paisaje de bosque mediterráneo en los alrededores de Toledo, construido en la forja del tiempo y los impulsos de la naturaleza. Mil trescientas hectáreas, según los más optimistas, ardieron en unas pocas horas. Mil seiscientas, calculan los pesimistas. Demasiadas hectáreas, con cualquiera de las cifras, desaparecieron, dejando un lugar desolado. Como es lo habitual en los escenarios de catástrofes todo fueron lamentaciones y promesas. Cada cual, a su manera, buscó salir lo menos chamuscado de aquel incendio que, según se explicó, se debió a una chispa, como en un big–bang apocalíptico. Las lamentaciones pasaron –nadie llora eternamente– y las promesas se concretaron en trabajos mínimos de contención de erosiones en algunos altozanos ya muy castigados. El resto continuó exhibiendo esqueletos calcinados a la espera de un invierno benigno y una primavera lluviosa.
Y ciertamente la primavera ha sido lluviosa, lo que no ocurre todos los años. Los riegos, casi diarios, han contribuido a una exultante floración de vegetación herbácea. De las encinas y otras especies arbóreas, cuyas raíces no resultaron quemadas, han empezado a surgir los brotes de lo que serán en un futuro sin sobresaltos nuevos árboles. Algunas encinas, incluso, están recuperando sus hojas no del todo devastadas. Claro que un crecimiento herbáceo tan exuberante se puede transformar, en un verano tórrido y con un viento potente, en una bomba imparable. Y sí un nuevo incendio se produjera este verano con la voracidad del anterior, lo que una primavera primorosa ha conseguido quedaría nuevamente calcinado y amenazaría a los supervivientes del incendio anterior.
Científicos y expertos anuncian incendios cada vez más intensos, más letales, más difíciles de controlar, más destructivos. Apenas hemos abandonado los meses de un virus imprevisible en los que hemos comprobado lo imprescindible de la prevención para reducir los efectos de las catástrofes modernas. Es decir, anticipación a los desastres. Porque las intervenciones a posteriori no evitan los desastres ya declarados. Un nuevo incendio, natural o provocado, en Montesión o en La Bastida, en el verano que se acerca resultaría terrorífico. Habría que elaborar planes de alerta y prevención para ambos lugares. El desierto, impávido, acecha a las puertas de la ciudad. ¿Las instituciones públicas preparan planes preventivos sobre estos parajes?