Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


Homero en la cafetería

28/09/2022

«Un pueblo culto es un pueblo libre». Esta afirmación de Ángel Ganivet en una de sus Cartas finlandesas, siempre me ha parecido un axioma básico para construir una verdadera sociedad democrática, de ciudadanos libres e iguales, comprometidos en la construcción de la polis y la consecución del bien común. Por ello, no dejo de lamentar y denunciar lo poco que se lee en España. La lectura nos ayuda a crecer como personas y enriquece nuestra imaginación y nuestro espíritu, nos permite ser más libres y menos manipulables, genera pensamiento crítico y capacidad de reflexión ante la realidad que nos rodea, contribuyendo a discernir en medio de la vorágine de informaciones que nos envuelven y aturden a través del agitado e inabarcable océano de Internet, siendo la mejor brújula para surcar con éxito esas aguas procelosas.
En ocasiones me quejo de que nuestros universitarios leen poco. Es una de mis grandes preocupaciones docentes. Resignado a ser un Sísifo librero, acudo al aula cargado de libros para que mis alumnos puedan ver, palpar, hojear ese maravilloso instrumento que es el libro de papel. Me genera inmensa alegría ver cómo toman nota del título, o que fotografían su portada, y, sobre todo, que al final del curso me comenten lo que les gustó o les ayudó tal o cual obra. O, si con espíritu crítico, me señalan aspectos que no les convencen o, sencillamente, no les gustan.
La semana pasada comía yo, finalizada la mañana, en la cafetería de mi Facultad. Mientras deglutía unos macarrones bastante aceptables, se sentó, enfrente de mí, pero separado por unas mesas, un alumno para mí desconocido. No hubiera llamado mi atención de no ser porque le vi sacar de su mochila un grueso volumen. Picado por la curiosidad, no dejé de observar el mamotreto hasta que, en un momento en que el libro estuvo en posición vertical, logré ver su título, La Ilíada. Puede resultar pueril, pero me conmovió. A pesar del ruido que invadía el local –las cafeterías universitarias son cualquier cosa, menos un remanso de paz-, el chico permanecía sumido en aquellas páginas milenarias, en las que el ciego Homero cantó la epopeya de los dioses y héroes de la Hélade. Y me dije que mientras haya gente que vuelva a aquella fuente inagotable que es el mundo clásico, hay esperanza de que no perdamos ese extraordinario legado humanístico.
Somos hijos de Grecia y Roma, a las que se sumó y enriqueció en fecunda síntesis el cristianismo. No podemos renunciar a dicha herencia. Es nuestro humus fecundo. Y si consiguiéramos conocerlo en latín o griego, mejor. A veces lamento no haber aprovechado más aquellas clases de don Claudio y ser capaz de leer a Homero, Tucídides, Safo, Virgilio, Tácito o Cicerón en su lengua original. Siempre nos quedarán las traducciones.
Deberíamos leer más a Homero -a todos los clásicos-. Incluso en la cafetería de la Universidad.

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